La justicia motosierra
La emblemática estampa de un fornido afrovenezolano, con los ojos inyectados de rabia, derribando una a una la hilera de bien cuidadas matas de nísperos que años atrás habían sembrado Tony y Ana Quintero en su finca La Guachafita, en Caruao, permanecerá por mucho tiempo como un aguijón incómodo en la memoria de algunos de los caraqueños que el fin de semana pasado regresaban a sus casas luego de dos días de playa.
La imagen es más fuerte aún si tenemos en cuenta que el hombre hacía su trabajo demoledor con una motosierra que manejaba diestramente entre sus manos y cada vez que uno de los árboles caía al piso, rendido tras el embate implacable del ruidoso aparato, el grupo de invasores que había decidido tomar por asalto los terrenos de la finca para edificar allí sus viviendas, aplaudía entusiasta como si se tratara de un boxeador que acababa de enviar al piso a su oponente.
No pienso agregar ni una palabra más al iracundo coro de voces de protesta que en los medios democráticos venezolanos y, de manera muy especial, entre los sectores académicos, periodísticos, artísticos y movimientos de derechos humanos, ha suscitado la brutal agresión. Pero me veo tentado a hacer algunas consideraciones que nos ayuden a entender el fenómeno.
Lo primero que debo decir es que el suceso no es nada excepcional. Por suerte, gracias a que las hijas de los agredidos, Valentina e Inés Quintero, la periodista y la historiadora, son dos figuras públicas, destacadas en sus profesiones y apreciadas y respetadas en sus respectivos medios, el acontecimiento se convirtió en una noticia de importancia. Pero no podemos olvidar que situaciones semejantes, de despojo violento, atropello físico, humillación y agresión personal han sido vividas por cientos y cientos de familias venezolanas, de los más diversos estratos económicos, sin que tengamos oportunidad de enterarnos.
En segundo lugar, y aunque a muchos no nos guste, hay que reconocer que el suceso es un triunfo inocultable del discurso revanchista de Hugo Chávez, quien, desde que se inició su gobierno, ha venido predicando la violación de las leyes, la agresión a los ciudadanos, el recurso del caos y la anarquía como camino indispensable para la justicia social. No olvidemos que a pocos días de investido como Presidente dejó caer la tesis de que si un hombre con su hijo enfermo no cuenta con dinero para comprar medicinas tiene entonces todo el legítimo derecho de salir a robar. Tampoco olvidemos que Marbelis Rada, una de las dirigentes de la violenta invasión de Caruao, dio como justificación del acto (El Universal, 10-03-2010) que ante la negativa del Gobierno a otorgarles las casas solicitadas decidieron “tomar medidas” (sic) y siguieron al pie de la letra “lo que dice el Presidente, (que) la tierra no es de nadie sino de quien la necesita” (sic).
El tercer elemento es que, independientemente de los amagos para demostrar lo contrario, salvo excepciones, los funcionarios gubernamentales y las fuerzas armadas nacionales, actúan tibiamente cuando no abiertamente a favor ante este tipo de sucesos. La lógica populista ”el pueblo siempre tiene la razón, jamás se equivoca” hace que unas fuerzas del orden que son capaces de partirle, sin piedad alguna, el rostro a culatazos a un estudiante en huelga de hambre, actúen, en cambio, blandamente en estos casos.
Y el último elemento, probablemente el más doloroso y el más difícil de entender y atender, es que estamos ante una señal clarísima de la existencia de un profundo resentimiento social inscrito, como una verdad, en la memoria colectiva de los sectores de venezolanos históricamente excluidos tanto de los beneficios del Estado como del mercado.
Ese resentimiento manejado perversamente por el chavismo es lo que explica que gentes de una comunidad pequeña, que conocen desde hace por lo menos quince años a Tony, Ana y sus descendientes, con los que han guardado vínculos amistosos y a quienes nunca antes habían expresado queja alguna, se conviertan de improviso en rabiosos cobradores al precio de amenazarlos con quemarles dentro de su casa de unos derechos ancestrales que tratan de ejercer no por la vía del Estado de Derecho, sino por la fuerza propia y la violación de los derechos de otros.
La motosierra roja nos habla de una especie de racismo al revés. La reunificación nacional sigue pendiente.