Opinión Nacional

La imagen en el agua

«La meta en sus vidas es la autoexaltación» Luis José Uzcátegui, psiquiatra

1 No cometeré el exceso de hablar de lo que poco sé. No soy psiquiatra ni psicólogo, de modo que tendré extremo cuidado de utilizar el tema al que me refiero más abajo, en su sentido usual. No es el deseo de precisar el concepto lo que intentaré sino determinar su efecto sobre quienes lo soportan, sea el narcisista mismo, o sus súbditos o el pueblo inadvertido.

Uno de los mitos más eficaces que hayan intervenido la mente humana es el de un joven que, castigado por la Némesis, se enamora perdidamente de su propia imagen, al punto de que nada más ocupará su atención. Su rostro reproducido en el agua, lo absorbe. El desenlace del mito no importa, se ha perdido en el tiempo. Unos dicen que el enfermo cayó al estanque y se ahogó, siempre en busca de su idolatrada figura. Otros alegan que murió de hambre porque, absorto en su manía, no tendría tiempo de alimentarse.

Ese mito helénico se ha convertido en un clásico, entendiendo por tal lo que no pierde vigencia; sigue con nosotros con la misma o más fuerza al paso de los años.

¿Por qué este mito ha pervivido mientras otros yacen en el olvido? Evidentemente porque en algún grado hay un componente narciso en cada uno de nosotros, no obstante que «narcisistas» propiamente dichos sean aquellos en los que ese componente domina su existencia, prevalece sobre cualquier otro.

Las conductas narcisistas desagradan a unos y divierten a otros, pero fuera de provocar simpatías o antipatías personales, son inofensivas. El problema, en cambio, se presenta cuando hacen carne en los gobernantes y sobre todo en los que no son demócratas raigales.

2 No sin asombro le escucho decir al Presidente que «él ya no es él». «Chávez ­agrega, mencionándose por su nombre­ es el pueblo. Ustedes son Chávez. Todos lo son», clama iluminado y estremecido. En repetidas ocasiones ha proclamado que la Fuerza Armada ya no está al servicio exclusivo de la Nación sino al de una persona y una parcialidad política, como inútilmente prohíbe el artículo 328 de la Constitución que en su momento impuso. Esa prohibición incontrovertible se ha convertido en letra muerta. La institución militar es ahora «chavista». ¿Hubo alguna reforma constitucional que lo consagrara? ¿Se consultó al soberano o a los propios interfectos? Para nada. Como el Dios de Cristo o el Bien de Platón, nuestra vernácula deidad es la fuente originaria de todo cuanto existe y en consecuencia mal puede supeditarse a su propia creatura.

Cuando me permití considerar aberrante semejante autoexaltación, pregunté si quedaría algún seguidor del presidente lo suficientemente serio para no aplaudir tan exuberante narcisismo. Para mi sorpresa recibí varias respuestas agresivas del tenor de: «y a mucha honra». «Un traidor como tú no puede entenderlo».

Besan sus cadenas. Sólo queda pedir ¡piedad! por la humillante condición a la que han sido reducidos. ¿Acaso exagero? En absoluto. La experiencia de lo vivido me enseña que no hay arma más poderosa que los hechos no alterados ni exagerados. Uno de los videos más eficaces del repertorio mediático a la orden del eternamente loado Presidente, hace decir a un humilde trabajador que primero está Dios y después «mi comandante Chávez». Nuestro aventajado barinés sólo le da cuenta al Ser Supremo y nunca a un vulgar texto humano que, con el pomposo nombre de «Constitución», lo ofende al igualarlo a sus vasallos.

3 A medida que avanza la campaña de Capriles, en contacto con los más relegados a quienes dispensa un mensaje de redención, paz y esperanza, el Presidente descubre que no puede seguirle el paso debido a sus limitaciones físicas, o a que no desea hablar de infinitas ofertas incumplidas.

Sus quebrantos parecen haber cedido, pero aún no se le ve en recorridos, ni convoca actos masivos con la frecuencia exigida por el reto de su joven y lúcido rival.

Ha perdido la calle. Hay un solo gladiador en la arena. ¿Y dónde está el otro? Refugiado en el lejano Olimpo mediático, rodeado de técnicos, maquilladores, cámaras y felicitadores. Desde allí dispara sus misiles. Es una limitación, claro, mas la revolución comunicacional en la que estamos inmersos, proporciona herramientas si no tan perfectas como el contacto personal, bastante compensatorias si fueran bien empleadas.

Pero ese es el problema. No quiere hablar de asuntos de los cuales debería rendir cuenta, ni presenta novedades. Es el pasado. Sus cansinas promesas de destrucción del capitalismo e implementación de un socialismo inaprensible, poco le dicen a la gente.

¿Cómo detener a Capriles a casi tres largos meses de las elecciones? Se aprecian tres estrategias y una sola fobia contra el impertinente que tiene la osadía de competir con la estirpe divina.

Un «ser de un día» como llaman los dioses olímpicos a los mortales, pretendiendo la eternidad reservada al comandante.

La primera, visitas a militares a quienes exalta por sobre los civiles. Da por cierto que no aceptarían otro jefe que no sea su padre-comandante-presidente.

La segunda, verter todo el poder de soborno social en el mercado persa de la compra-venta de votos.

La tercera, destruirlo. El argumento Ad Hominem, en la incapacidad de rebatirlo.

No es fácil desaparecer a quien se ha sumergido en el torrente popular. Pero quién quita. Al final quedará invocar grandes espíritus, demonios, oráculos y profetas de la revolución. ¡Que se cuide Capriles de un inesperado asalto del más allá!

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