La gran misión tergiversación
Con motivo del décimo aniversario de los sucesos de abril de 2002, el régimen puso en marcha una amplia operación para adulterar la historia reciente, adaptándola a los intereses de la casta enquistada en el poder, que no se plantea aflojarlo. El comandante, que en pocas horas se transformó de carnicero en niñito llorón, es presentado como un héroe. El causante de la crisis más grave ocurrida en el país desde el 23 de enero de 1958, aparece como un corderito, víctima de una supuesta ultraderecha fascista.
El objetivo principal de esta campaña mentirosa y desvergonzada consiste acorralar la oposición y destruir la figura de Henrique Capriles. Transformarlo en un rabioso anticomunista, enemigo de los cubanos y sumiso seguidor de esa clase media enardecida que el 12 de abril se fue Chuao a cobrar venganza por las dos decenas de muertos provocados por el encono de Hugo Chávez.
Los chavistas son mentirosos y manipuladores compulsivos. Alteran los hechos de forma fría y deliberada, como les enseñaron sus maestros del G-2, quienes a su vez recibieron clases de las policías más tenebrosas del antiguo mundo comunista: la KGB soviética y la Stasi alemana.
El Gobierno sabe que Capriles actuó con energía para impedir que el embajador cubano, Germán Sánchez Otero, fuese agredido, que la embajada fuese violada y que allí ocurriese una tragedia, pues Fidel Castro les había ordenado a sus diplomáticos y al personal de apoyo defender la sede con la vida. Esta orden fue terminante y, seguramente, habría sido cumplida. Los ánimos alrededor de la embajada estaban exaltados. Resultaba difícil calmarlos en medio del clima de confusión y desorden reinante. La mesa estaba servida para que se cometieran excesos y la insensatez aniquilara la cordura. Solo la intervención decidida de Capriles evitó la destrucción. Esto lo admitió el propio embajador, quien públicamente reconoció y agradeció el gesto valiente del hoy candidato presidencial. Esta verdad la conoce el régimen, sin embargo, engaña sin rubor y con sevicia para quebrar la imagen de demócrata y pacífico de Capriles.
Los chavistas no hablan del paquete de leyes comunistas, aprobadas en el marco de la ley habilitante concedida al autócrata en 2001, que pusieron en jaque la propiedad privada rural y urbana, ni se refieren a los ataques permanentes a los gerentes de PDVSA y al sistema meritocrático implantado en la empresa desde su creación en 1975. No mencionan el daño irreparable que estaba causando la politización de la corporación, cuyos primeros síntomas comenzaron a observarse en aquella época. No señalan que la Constitución del 99 impedía que Chávez a politizara la Fuerza Armada.
El teniente coronel era el principal agente subversivo. El mayor factor de perturbación y desquiciamiento del país. Contra la debacle que se divisaba, insurgió la sociedad civil de manera espontánea. A su lado estuvo un aliado incondicional: los medios de comunicación. Los viejos partidos políticos habían colapsado, y las nuevas organizaciones apenas eran embrionarias. Las dos organizaciones que se habían preservado en medio del caos eran Fedecamaras y la CTV. Fueron, precisamente, estas dos instituciones las que lograron canalizar y catapultar esa fuerza incontenible que fue incubándose dentro de una sociedad que había recibido con entusiasmo, e incluso con devoción, a Chávez tres años antes, pero que pronto se sintió desencantada por sus abusos e incompetencia para gobernar una nación con 40 años de democracia, solo interrumpida por los fallidos golpes de 1992 que él había orquestado.
Los sucesos de abril evidenciaron los límites de una acción de masas espontánea, carente de dirección política clara, desarrollada sin la existencia de partidos políticos sólidos. La gran protagonista de esa batalla épica fue la gente común y corriente, movilizada por centenas de miles después del exitoso paro cívico del 10 de diciembre de 2001. El segundo capítulo de esa larga epopeya se escribió el 23 de enero de 2002, cuando más de 300.000 rostros cubrieron el espacio entre el Ateneo de Caracas y la Plaza O¨Leary. La gente le dijo a Chávez de nuevo que no estaba dispuesta a calarse sus atropellos. Pero él, terco y autoritario, insistió. Luego ocurrieron los sucesos del 11, 12 y 13 de abril.
Las traiciones, los desencuentros y los desaciertos terminaron por liquidar el gigantesco esfuerzo de los millones de venezolanos que intentaron impedir el militarismo, el centralismo y la autocracia cubanoide con la única arma que poseían: su decisión de tomar las calles.
Esta historia heroica ha sido tergiversada por este gobierno, que cumple con uno de los principios básicos del fascismo: utilizar el poder para falsificar los hechos.