La estrecha puerta de la leyenda
México ha celebrado este año el bicentenario de su independencia y el centenario de la revolución, una coincidencia que parece astronómica, como si dos cuerpos celestes cruzaran sus órbitas en el cielo encendido por los juegos pirotécnicos que seguirán estallando por todas partes, hasta que el calendario consuma esta doble celebración singular.
Es un cura aguerrido, Miguel Hidalgo y Costilla, el que hace sonar la campana de la historia en el pueblo de Dolores el 16 de septiembre de 1810, y proclama la independencia empezando la campaña libertadora, para ser fusilado en Chihuahua por los realistas al año siguiente; mientras tanto otro cura, José María Morelos, se levanta en armas el mismo año de 1810 en Michoacán, y tras dar batalla es juzgado por la Inquisición y ejecutado en San Cristóbal Ecatepec en 1815. Rebeldes al poder, el poder los enterró para que resucitaran después en los libros y en la memoria.
Hubo muchos patriotas en la guerra de independencia, pero la historia es una deidad celosa y sólo escoge a unos pocos para ser recordados, o encumbrados por encima de los demás. La historia real, que se escribe en la memoria colectiva, se guía por el sentimiento popular que no hace caso muchas veces de la historia oficial. Cuando se habla de la independencia de México las figuras que arden en el recuerdo de la gente son las de Hidalgo y Morelos, mientras los nombres de los demás se reparten en multitud de calles, plazas y algún monumento, subalternos a ellos dos.
Los mismo pasa a la hora de hablar de la revolución que estalló en 1910 para poner fin a la dictadura de Porfirio Díaz. Sólo quedan dos nombres en la memoria y en la imaginación popular, y que han tenido que ser aceptados como cabezas visibles de los fastos oficiales del centenario: Emiliano Zapata y Pancho Villa.
Zapata, que se levanta en el sur de México al grito de guerra de “la tierra es para quien la trabaja”, nunca pudo ponerse de acuerdo con el poder, ni siquiera con el presidente Francisco Madero cuando la dictadura porfirista fue derrocada, y se negó a entregar sus armas mientras la tierra arrebatada a los campesinos por los latifundistas no les fuera devuelta. Madero lo llamó a parlamentar en el palacio presidencial y le ofreció una hacienda en pago a sus servicios a la patria. Su respuesta fue: “no, señor Madero…yo me levanté en armas para que al pueblo de Morelos le sea devuelto lo que le fue robado. Entonces pues, señor Madero, o nos cumple usted, a mí y al estado de Morelos lo que nos prometió, o a usted y a mí nos lleva la chingada…”.
Después del asesinato de Madero por mandato de Victoriano Huerta, siguió adelante su lucha, y bajo el gobierno de Venustiano Carranza fue muerto a traición en una emboscada en 1919, en la hacienda Chinameca, de Morelos. Es cuando entra para siempre en la memoria colectiva, y en la leyenda y en los corridos, como habrá de ocurrir también con Pancho Villa, el otro héroe popular, jefe de la División del Norte, que cayó asesinado en otra emboscada en Hidalgo del Parral, estado de Chihuahua, en 1923, por órdenes del general Álvaro Obregón, que lo había combatido a él, y había combatido también a Zapata.
Ambos fueron por mucho tiempo los villanos de la historia de la revolución mexicana, sin monumentos ni pedestales, sin calles que llevaran su nombre, sin museos donde se recordaran sus hazañas. Fueron los bandoleros execrables, responsables de asesinatos, arbitrariedades y abusos, enemigos del nuevo orden que era necesario crear. Los malos de la película. La memoria popular lavó sus nombres de culpas sangrientas, y convirtió, si acaso, sus pecados capitales en pecados veniales.
La historia oficial no los toleraba, y los héroes públicos eran los que se habían quedado en el poder, los que representaban al nuevo estado revolucionario en vías de su institucionalización. Carranza, Obregón, Calles, los generales victoriosos, los que se habían sentado en la silla del águila. El brazo que Obregón perdió tras la batalla de Celaya, donde derrotó a las tropas de Pancho Villa fue preservado por años en formalina, hasta no ser piadosamente incinerado. Igual, el general Santana, en el siglo anterior, había ordenado un funeral de estado para su pierna, perdida también en otra batalla.
Para quedar en la leyenda, sin embargo, no basta ser asesinado, como fue asesinado Madero, como lo fue Carranza, y como lo fue Obregón, todos ellos, además, a traición. La memoria popular exige más. Según una encuesta de opinión tomada en este año del doble festejo, la inmensa mayoría de los mexicanos ve a Zapata y a Villa como los personajes emblemáticos de la revolución. Sólo un 15 por ciento de los encuestados, tal vez con poca justicia, pone en esa primera categoría a Madero, el presidente civil que proclamó el sufragio efectivo y la no reelección, asesinado por el traidor Huerta.
La puerta por donde se entra en el mito es muy estrecha. Villa y Zapata. Ningún decreto de las alturas les dio nunca el título de generales, pero ahora son los únicos generales que valen. Eso me recuerda la respuesta que Sandino, asesinado a mansalva también por el poder, dio cuando alguien le preguntó con arrogancia quién lo había hecho general. “Mis hombres, señor”, fue su humilde respuesta.
El poder muy pocas veces fabrica héroes ni tampoco engendra leyendas. Y la leyenda es también enemiga de los que hacen ricos a la sombra del poder, y se despojan de sus ideales como si se tratara de una piel incómoda. Las leyendas se tejen desde abajo, a la luz de las hogueras del recuerdo agradecido con quienes lo dieron todo sin pedir nada a cambio.
Las cabezas de las estatuas oficiales, generalmente huecas, no dejan nunca de quedar cubiertas por los excrementos de los pájaros.
Guadalajara, México, noviembre 2010.
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