La espada detenida
A comienzos del siglo XXI, algunos académicos estadounidenses anunciaban con entusiasmo la emergencia de la «ola rosada». Con ese término designaban lo que se suponía era la resurrección de la izquierda en el mapa político de América Latina. Pero esta vez no por la vía guerrillera, y de allí el adjetivo «rosa», sino por caminos electorales y propuestas democráticas e institucionales.
Desde el comienzo, los entusiastas de la ola cometieron el error de meter en un mismo saco a tres tipos de procesos muy diferentes entre sí.
Primero, los del PT en Brasil, el Frente Amplio en Uruguay, y la Concertación en Chile, que apuntaban ciertamente a generar más justicia social pero sin sacrificar sus democracias ni sus economías de mercado. Luego, los de Hugo Chávez en Venezuela y Evo Morales en Bolivia ganados, en cambio, para un sacudón radical al modo de la revolución cubana sin guardar mucho cuidado con las libertades democráticas con tal de liberarse del «horror injusto» del capitalismo. Y un tercer grupo, más ambiguo, en el que coincidían el populismo de los Kirchner y el vaivén ideológico de Correa con las ruinas morales del sandinismo en Nicaragua, que ha coqueteado con la retórica chavista y los petrodólares venezolanos pero sin arriesgarse a seguir sus métodos autoritarios de tierra arrasada y voluntad de eliminar al capital privado nacional.
Una década después, a contracorriente de aquellas premoniciones, podemos decir que el mapa político de América Latina nunca fue efectivamente rosa o se destiñó muy rápidamente y el color que hoy domina habrá que asociarlo a uno que exprese el giro continental hacia el centro político y, en buena medida, a la derecha liberal.
Con la excepción de Ecuador, todos los países con costa en el Pacífico –el Chile derechista de Piñera, el Perú liberal de Alan García, la Colombia uribista de Santos, el Panamá financiero de Martinelli, la Costa Rica socialdemócrata de Laura Chinchilla, el México democratacristiano de Calderón y la Honduras conservadora de Lobo– son la evidencia clara de que los electores de estos países están apostando mayoritariamente por la consolidación institucional y la economía de mercado como antídoto a los revolcones justicieros de la revolución continental promovida desde Caracas.
Lo mismo vale para el Uruguay de Pepe Mujica, pluralista y democrático, contradiciendo las predicciones de quienes veían una amenaza en su pasado tupamaro, o para el Brasil económicamente expansionista de Lula Da Silva cuya economía seguirá el mismo rumbo del presente gane o pierda la candidata del PT.
Comparada con dos o tres décadas atrás, América Latina ahora es otra. Con la excepción de Cuba donde un mismo partido y una misma familia gobiernan férreamente la isla desde hace cinco décadas, nuestros países se han ido liberando de la presencia tiránica de las castas militares que ponían y quitaban gobiernos a su antojo. También de las «dictaduras perfectas», ejercidas por maquinarias electorales imbatibles como la del PRI en México. Los civiles han aprendido a conquistar su autonomía y ya nadie, o muy pocos, están dispuestos a volver atrás.
Con dos excepciones. La de Venezuela, en donde gobierna un militar ex golpista que a pesar de haber accedido al poder a través del voto democrático, insiste en vestirse de uniforme, armar a la población civil, emprender una costosa carrera armamentista y tocar tambores de guerra cada vez que un vecino le incomoda. Y la de Honduras, donde otra casta militar sacó de juego inconstitucionalmente a un Presidente torpe y loco que quiso violar la Constitución.
O efectivamente no existía como tal, o la «ola rosada» fue muy efímera. Y la otra ola, la ola roja, la que se movía entusiasta alrededor del lema bolivariano de «la espada que camina por América Latina», se ha ido quedando sola en una región donde sus electores quieren cada vez menos espadas y más bienestar, mejores instituciones y una clara alternancia de equipos de gobierno, no importa si son de izquierda, de derecha o de centro siempre que sean democráticos.
Los políticos de uniforme son cada vez más una anacronía. La espada del prócer ya no camina, cojea por América Latina. Tan solitaria y violada como los restos de Bolívar después de la exhumación.