La educación bolivariana
El debate acerca de la Ley Orgánica de Educación no concluye. Que haya sido aprobada por una Asamblea ilegítima, es una cosa. Otra es que la acojan en paz los venezolanos. Varios aspectos de ella forjan la crisis. La participación protagónica de las
familias la ordena el Estado, no las familias ni los educadores, ni los educandos en ejercicio de sus libertades (artículo 5). Se fomenta la irresponsabilidad, al decírsele al estudiante que si paga o no sus obligaciones nada importa, pues ingresa y sale de sus estudios y obtiene sus títulos sin cortapisas, burlando a la misma institución que lo forma (artículo 6.1, j-k). Llega a su final la autonomía universitaria. Su gobierno lo determina una asamblea de pares ordenada por el Estado, donde los educandos, sin formación, deciden sobre quienes tienen formación y aptitud para gobernar a la Universidad (artículos 6.2, b y 36). El estudio de la doctrina bolivariana ha lugar no como experiencia de la historia sino como dogma de fe, atemporal (artículo 6.2, c). Es obligatorio el uso de los textos escolares preparados por el Estado, desde su óptica revolucionaria y geoestratégica (artículo 6.3, g). El progreso profesional del docente depende del «dedo» de la contraloría popular, no de su calidad y experiencia (artículo 6.2, f). Y si se trata del derecho humano a la religión, que debe garantizarlo el Estado, la ley traslada la carga a las familias para que provean por su cuenta (artículo 7).
Un problema para la formación plural y democrática lo representan los artículos 11 y 12. Son una reedición, a la inversa, de la Constitución gomecista de 1928. Ésta prohibe el comunismo y el anarquismo por atentar contra la independencia. Aquéllos vetan toda idea que contraríe a la «soberanía», léase al proyecto bolivariano de factura cubana.
El artículo 17 es un abre boca, moderador deliberado de las prevenciones en contra de la ley. Dice sobre el papel de la familia en la formación en valores y sobre la corresponsabilidad que junto a ella tienen la escuela, la sociedad y el Estado. Pero el asunto deja de ser como aparenta, pues el Estado se desdobla entre los Consejos Comunales, que existen como Poder Popular y sólo bajo las condiciones del mismo Estado, y el llamado «Estado Docente». Unos por abajo y otro por arriba presionan de conjunto a la familia y se arrogan competencias que dicen algo más que los valores que comprometen a todos los actores del proceso educativo.
Los Consejos Comunales imponen la localidad y ejercen un «rol pedagógico liberador» para «una nueva ciudadanía con responsabilidad social» (artículo 18). El Estado, cubre todos los planos como orientador, director estratégico y supervisor del proceso (artículos 19 y 24). Es quien determina, en suma, los alcances de la corresponsabilidad y con vistas a una educación manifiestamente «asamblearia», despersonalizada.
Cincuenta y un veces lo social priva en los artículos 1 al 36. Las personas cuentan catorce veces, y el ser humano, como tal, tres veces. La comparación permite verificar el pecado que consta en la Constitución de 1999. Su artículo 3 le entrega al Estado la potestad para desarrollar a la persona humana, a su antojo, según su perspectiva. No es la persona, como tal, quien se libera bajo su impulso creador o quien se autodetermina.
La idea concreta de la socialización llega a la ley en un renglón crucial (artículo 32). Quien pretenda ingresar y salir de la universidad ha de aceptar que dentro de la misma se socialice el conocimiento y ate al desarrollo soberano, endógeno y bolivariano. Las disciplinas que ayudan a la formación y realización espiritual no cuentan para la ley, salvo cuando sintonizan con los postulados diluyentes de la unidad y unicidad humanas.
La diversidad cultural no se entiende más allá de lo indígena y de lo afrodescendiente, de lo rural o fronterizo (artículos 27 a 29). No cuentan la ciudad ni las otras vertientes de la nacionalidad, como la hispana, partes de nuestra realidad y ejes de nuestro «mestizaje cósmico». El objetivo es crear un «nuevo ciudadano» endógeno, hijo de las cavernas, incapaz de entender los retos globales del siglo XXI.
Para el Estado docente no existe diferencia funcional alguna entre el maestro y el bedel, entre el padre del alumno o el miembro del Consejo Comunal que usa de su poder funcionarial para influir en la educación. No por azar la ley manda reconocer títulos académicos universitarios a quienes no realicen estudios y se formen en la llamada universidad de la vida (artículo 25).
Habrá «libertad de cátedra», en fin, como la postula el artículo 36, pero dentro del dogma constitucional y el corsé de la ley. Todo vale dentro de la oclocracia socialista, nada fuera de ella. Así de simple