La cultura del tiempo disponible
SOMOS INCAPACES DE FUNDAR
UNA SOCIEDAD DEL TIEMPO LIBERADO
Desde el comienzo de la edad moderna, no ha dejado de plantearse una misma cuestión en las sociedades occidentales: ¿en qué medida es compatible la racionalidad económica con el mínimo de cohesión social que una sociedad necesita para sobrevivir? Hoy se plantea este mismo problema bajo nuevos aspectos, con una actualidad y agudeza crecientes.
El contraste entre las realidades con las que nos acosa esta cuestión y el discurso apaciguador de la ideología dominante es sorprendente.
En el conjunto de países de la Unión Europea se producen hoy tres o cuatro veces más riquezas que hace cuarenta años. Sin embargo, tal producción más que triplicada no precisa tres veces más horas de trabajo. Exige una cantidad de trabajo mucho más reducida.
En Alemania el volumen total por año de trabajo ha disminuido un 30 por ciento desde 1955. En Francia lo ha hecho en un 15 por ciento en treinta años y en un 10 por ciento en los seis últimos años. Hace medio siglo, un asalariado de 20 años debía contar con pasar en el trabajo un tercio de su vida despierta; en 1975 tan sólo un cuarto; hoy día, menos de un quinto. De aquí en adelante, los franceses mayores de 15 años pasarán menos tiempo en el trabajo de lo que pasan viendo la televisión.
El sentido de tales cifras -sentido al que nuestra civilización y nuestros representantes políticos prefieren no enfrentarse- implica que ya no vivimos en una sociedad de productores, en una civilización del trabajo. Este no es ya el principal cimiento social, ni el principal factor de socialización, ni la ocupación principal de cada uno, ni la principal fuente de riquezas y bienestar, ni tampoco el sentido y centro de nuestras vidas. Salimos de esto de espaldas y de espaldas nos adentramos en una civilización del tiempo liberado, incapaces de verla y de quererla, e incapaces de fundar una cultura del tiempo disponible y una cultura de actividades elegidas para reemplazar y completar las culturas técnicas y profesionales que dominan la escena. En nuestro discurso, todo continúa dominado por la preocupación por la eficacia, el rendimiento, la máxima eficiencia…, la preocupación, en definitiva, de obtener el mayor resultado posible con el mínimo trabajo en el mínimo de tiempo. Y parecemos decididos a ignorar que nuestros esfuerzos de eficacia, de racionalización económica, tienen como consecuencia principal un resultado que dicha racionalidad económica no podrá evaluar ni dotar de sentido: la liberación del trabajo, la liberación de nuestro tiempo y la liberación del reinado de la propia racionalidad económica.
Esta incapacidad de nuestras sociedades de fundar una sociedad del tiempo liberado tiene como consecuencia una distribución completamente absurda y escandalosamente injusta del trabajo, del tiempo disponible y de las riquezas. Nuestra mayor atención recae sobre las nuevas vías que abre la revolución microelectrónica y sobre las transformaciones fundamentales que suponen en la naturaleza el trabajo industrial y, sobre todo, en las condiciones de los trabajadores. Se nos dice que las tareas repetitivas y de pura ejecución tienden a desaparecer de la industria; que el trabajo industrial tiende a convertirse en un trabajo interesante, responsable, auto-organizado, diversificado, que exige individuos autónomos capaces de iniciativa y capaces de comunicar, de aprender y de manejar una variedad de disciplinas intelectuales y manuales. Un nuevo artesanado, se nos dice, está tomando el relevo de la antigua clase trabajadora y realizando un viejo sueño: los productores tienen el poder sobre los departamentos de producción y en ellos organizan, soberanamente, su trabajo.
Y si preguntamos: ¿Qué proporción de asalariados accede entonces a esta nueva condición? Se nos responde así: hoy en día, se trata tan sólo de un 5 a un 10 por ciento de trabajadores de la industria, pero mañana serán más del 25 por ciento; porcentaje que en las industrias metalúrgicas alcanzará del 40 al 50 por ciento.
Muy bien. Pero, ¿qué sucederá con el 75 por ciento de los empleados de la industria, el 50 o 60 por ciento de la metalurgia, que no accederá a esta envidiable situación que acabamos de describir? ¿Qué sucede con aquellos y aquellas que no trabajan en la industria? ¿No son éstos cada vez más numerosos? ¿No despide la industria mano de obra, no reduce, a medio y largo plazo sus efectivos? ¿No ha descendido la proporción de la población activa empleada en la industria alrededor de un 40 por ciento hace veinte años, alrededor del 30 por ciento actualmente y no se prevé que representará menos del 20 por ciento en una decena de años? ¿Qué sucede entonces con esta mano de obra que la industria “libera”, si puede decirse así, para no conservar sino estos preciados profesionales polivalentes a los que, para mantenerlos, se les ofrecen un tratamiento y una situación privilegiados?
Conocemos la respuesta a estas preguntas, pero preferimos no ver el significado doloroso, consternador. En efecto, para casi la mitad de la población activa, la ideología del trabajo es una maldita farsa, la identificación con el trabajo algo imposible, pues el sistema económico no tiene necesidad, o tiene una necesidad esporádica, de su capacidad de trabajo. La realidad que nos ocultan la exaltación de los “recursos humanos” y la exaltación del trabajo de los nuevos profesionales es que el empleo estable, de jornada completa, durante todo el año y toda la vida activa, se convierte en el privilegio de una minoría, y que para casi la mitad de la población activa el trabajo ha dejado de ser un instrumento que les integra en una comunidad productiva y define su puesto en la sociedad. Y como dijo el poeta: “¿Qué quiera que yo te diga / que no sea un mal decir / de tu suerte y de la mía?”