La corrupción y el encubrimiento
Ante el escándalo nacional y sobre todo internacional producido por la arbitraria detención de Oswaldo Álvarez Paz, el caso del diputado barinés cuya inmunidad fue allanada a toda velocidad en Focalandia puede parecer algo secundario, y ser así tratado por la prensa de aquí y de afuera. Y sin embargo, tal vez ningún suceso sea tan revelador de la esencia misma del régimen onceañero. Porque en este caso, lo que se quiere castigar es que se haya atrevido a levantarle las faldas al régimen, y dejarle al aire las vergüenzas del gobierno más corrupto que haya sufrido Venezuela en toda su historia.
La anterior no es una frase producto de una obcecación opositora. Cuando se denuncia el vulgar latrocinio de la tribu barinesa, se están poniendo de relieve los elementos que han llevado la corrupción a esos extremos, por un lado el nepotismo, por el otro la impunidad.
El feudo familiar
Ya el hecho de convertir al estado Barinas en el feudo de la familia presidencial es un acto de corrupción cometido desde el primer momento del ser natural del presente Gobierno. Y castigar a quien denuncie el ladronismo de la familia del Ejecutivo es un acto de encubrimiento. Pero es más que eso: es la práctica de la impunidad ante el delito como política de Estado.
Ninguna de las promesas electorales de quien todavía nadie conocía como «Zeabarón» tuvo tanta audiencia, ninguna de sus críticas al llamado «puntofijismo» tuvo una pegada tan demoledora como el tema de la corrupción. Y sin embargo, como una hidra de mil cabezas, la corrupción se instaló en la ya no tan nueva república. En la inevitable tendencia del Gobierno a sumergirse en la corrupción, subyace el problema de la concepción misma del Estado. Decir que el presidente es padre de la nueva corrupción, que él mismo la haya inoculando en las venas de la «quinta» república, no es así un ataque personal y ni siquiera contra alguno de sus ávidos parientes.
Sin proceso de intenciones
Se trata de una verdad demostrable sin por ello realizar procesos de intenciones, ni adivinar el futuro, y sobre todo, sin acusar a nadie de intrínseca deshonestidad. Lo primero a dilucidar es un problema histórico: ¿por qué razón a la democracia que conocimos los venezolanos en el siglo pasado le resultó imposible contener una corrupción que no por exagerada por cierta propaganda era menos real y abundante? ¿Por qué los fundadores de esa república que hacían gala de su honestidad nunca desmentida dieron a luz a la cáfila de políticos desorejados que al final la llevó al desastre? Más aún: ¿por qué nos resultó tan fácil hace once años postular (y nos quedamos cortos) que la autodenominada «quinta república» seguiría en materia de la corrupción, los pasos de la anterior? Porque los dirigentes en aquel caso, los electores en éste, tomaron el problema de la moralidad pública como una cuestión de honestidad personal, por haber malcomprendido el postulado de la república virtuosa. La república no es virtuosa mientras la manejen hombres probos, que no ceden jamás a la tentación: así la cosa es muy fácil.
Los salteadores de caminos
La república es virtuosa cuando la manejen salteadores de caminos que con gusto entrarían a saco en el tesoro, pero no se les permite hacerlo. Y como por un santo hay millones de malandrines, mejor hacer todo por protegernos de éstos, y no de aquéllos. Porque el verdadero origen de la corrupción no es la condición social, racial, sexual, nacional, partidista o independiente, civil o militar, religiosa o seglar de un individuo o un pueblo. Porque igual se corrompen los gobiernos de Arabia Saudita y de Israel, de Noruega y de Zambia, de Estados Unidos y de Francia, y de Inglaterra y de Venezuela. El verdadero origen de la corrupción es el poder. Los fundadores de aquella república virtuosa propuesta en 1947 por la Asamblea Nacional Constituyente creyeron haber encontrado en sus textos, así como en la probidad de sus hombres, el remedio definitivo contra el cáncer de la corrupción. Vana ilusión, si al mismo tiempo se estaban vertiendo el alimento para esa corrupción, al hacer crecer de manera desproporcionada el Estado, o sea el Poder, o sea la corrupción: vertiendo gasolina para apagar un incendio.
Es por eso que hoy vemos confirmarse cuanto dijimos hace once años: que la corrupción que esperaba a Venezuela sería mayor de cuanta habíamos conocido en los cuarenta años anteriores. Porque el teniente coronel era ya partidario hablado y escrito de la reducción al mínimo de los poderes contralores, en primer lugar, del Congreso y la Corte Suprema y de todo cuanto pudiese poner un límite a la acción del Presidente y sus soldados.
Pero eso no se queda ahí: la corrupción tiene otro rostro. Una buena cantidad de los votantes que lo eligieron en 1998, no votó porque quería un buen gobierno. Ni, como se dice, por rabia o frustración, y ni siquiera por castigar el empobrecimiento general o la corrupción. No: votó porque quería una dictadura. Este es el más grande e imperdonable mal que Zeabarón le ha hecho al país: revolver y hacer aflorar el viejo sedimento autoritario que está en el fondo de toda sociedad.