La ciudad y el comercio
Un izquierdismo primitivo, desgraciadamente abundante por estas latitudes y época, manifiesta una especial aversión hacia las actividades comerciales. Si en su precariedad intelectual y cultural todavía llegan a reconocerle cierto mérito a las actividades ligadas a la producción gracias a los procesos de transformación asociados a ellas, al comercio lo ven como una actividad meramente especulativa, que no agrega ningún valor al producto y sirve sólo para encarecerlo injustificadamente: basta oír al ex-funcionario inventor de las areperas socialistas afirmando que ellas no se concebían como un negocio sino más bien como una singular “escuelas de cuadros”.
Pero se repite también en el continuo retorno de la idea de establecer el trueque como base de los intercambios, en la prohibición legal a los promotores inmobiliarios, en un país con una inflación desbocada, de ajustar los precios de venta de las viviendas en construcción a las tasas de inflación o, alcanzando los extremos del ridículo, en la exigencia del hiperlíder de cancelar la expresión “supermercado” de la identificación de las grandes unidades de venta de artículos alimenticios y del hogar.
Forzosamente debe concluirse que ninguno de esos adelantados de la nueva civilización ha puesto sus ojos, por ejemplo, en las admirables setecientas páginas que Fernand Braudel dedicó a la historia del comercio (Les jeux de l’échange), “la zona del cambio y de las innovaciones”, rescatando de paso la expresión preferida por Marx, seguramente robada a la fisiología: la esfera de la circulación, siendo la indispensable conexión entre la producción y el consumo.
Pero no se pretende improvisar aquí una reflexión sobre historia económica, sino rescatar la idea de lo importante que ha sido el comercio en la historia de la civilización y particularmente en la de las ciudades, al punto que son, de hecho, dos historias inseparables. En aquellas se manifiesta con particular claridad la idea de que el comercio y, en general, el intercambio, son el sistema circulatorio. La producción es muchas veces extra-urbana y en todo caso suele desarrollarse en espacios “privados” o al menos cerrados donde no son bienvenidos los extraños: fábricas, talleres, laboratorios, oficinas; el consumo ocurre preferentemente en el hogar, el espacio privado por antonomasia, y cuando tiene importantes manifestaciones públicas, como en el caso de los espectáculos, es difícil distinguirlo del comercio. Y aunque crece cada vez más en el ciberespacio, el intercambio es eminentemente actividad pública: no es casual que su cuna hayan sido los mercados públicos, los bazares, los suks. Por eso, en la medida en que se trata de satanizarlo, asfixiarlo o minimizarlo lo que se está satanizando o asfixiando es la ciudad, la que no puede existir sin ese espacio público cuyo principal animador es el comercio.