La casa del amor y de la imaginación
Del mismo modo, también surge la casa que soñamos cuando los anhelos de la niñez, el tiempo que creíamos perdido en los laberintos del olvido; el resplandor de los juegos y las voces de ayer; la vehemencia y la avidez de los deseos que suponíamos apagados vuelven a respirar ¡anhelantes! Entonces la ilusión adquiere corporeidad, la casa se hace posible y comienzan los milagros, los hechizos y fulguraciones y el fuego emana del agua sin quemar las rosas que adornan la cabeza de un David michelangélico que emerge del verdadero manantial que nace en la colina sobre la que se recuesta la casa como el lugar de las ensoñaciones.
Recorrerla significa permitir que el asombro se anticipe al descubrimiento de lo maravilloso porque el agua del manantial, al represarse, forma un pequeño estanque y su agua es límpida como el cristal semejante a la que Dios hizo brotar desde el árbol de la vida en el perdido Paraíso Terrenal que ahora volvemos a encontrar.
En el Jardín Botánico de Londres se puede subir por ascensor o por unas escaleras de agobio hasta llegar a unas pasarelas situadas por encima de la copa de los árboles.
Caminar por ellas es sentir el goce sin peso y el deleite supremo de ser aire, pájaro en vuelo, rumor del viento entre las ramas más altas. Es la misma emoción que se experimenta cuando cruzamos el puente hecho con tramos de madera que une la casa con lo más alto de un árbol varias veces centenario alrededor de cuyo tronco las sillas y un mostrador que lo abraza instalan allí un bar para transformar en beatitudes aéreas las fatigas cotidianas.
Arriba en la colina, aún más sagrada que ella misma y objeto de devoción, una pequeña construcción que podría llevar el nombre de capilla rinde homenaje al amor que floreció junto a una bella bailarina muerta a temprana edad y allí puede verse su imagen como si estuviera danzando: ¡Giselle eternizada en la vertiente de una montaña! Y como si brotara también de ella, como si fuese un nuevo manantial de fe en la vida que vive más allá de la muerte una piedra con el rostro de Cristo observa y preside nuestros actos mostrando sus manos heridas por los clavos de la agonía.
La casa ya no es una casa: es el lugar de los portentos, el espacio donde anidan la sensibilidad y la imaginación; el desbordado verdor de la vegetación reptando y cubriendo casi los techos y las paredes que permiten, no obstante, descubrir en la zona llana a la entrada de la casa un busto de Bolívar si es esa la imagen que quiere tener quien la vea: una gruesa talla de madera lavada por la lluvia y el tiempo que ostenta atrás un enredijo de orquídeas creadas por el escoplo del autor, un escultor húngaro aventado en el trópico por los estragos de alguna guerra.
Hay en la zona privada de la casa lámparas, muebles y enseres que de alguna manera han conocido la mano sensible del dueño que descubre o realza la belleza que ellos ocultaban; el retrato del Padre permanece custodiado por Marilyn Monroe y Charles Chaplin y hay una vasta cocina diseñada alrededor de otro árbol gigantesco de cuyo tronco cuelgan ollas, cacharros y calderos tan antiguos como el árbol mismo.
¿De cuál casa hablamos? De la que nuestros sueños han hecho posible enclavada en una montaña que se ha vuelto sagrada por el amor y la imaginación que viven en ella.