La caída de la estatua del Chávez gigante
No fue una caída estrepitosa, tumultuaria y vandálica como la de aquel soleado 9 de abril del 2003, cuando una multitud en Bagdad hizo añicos una estatua de más de 12 metros de Saddam Hussein, anunciando al mundo el fin de otro tirano y que los 26 millones de irakíes empezaban a construir el país libre, democrático y plural que tanto les ha costado hacer realidad bajo el asedio de Al-Qaeda y el terrorismo internacional.
Tampoco comparable a uno solo de los desplomes que durante 1990 y 1991 sacudieron las ciudades y pueblos de Europa de Este pulverizando las decenas de miles de «monumentos» dedicados al fundador del socialismo, Lenin, y que por décadas simbolizaron la conquista, hegemonía y ocupación del imperio soviético.
Y mucho menos con relación alguna a las que en los lejanos días del invierno de 1956 llevaron a cabo piquetes de soldados por Moscú y otras ciudades rusas para arrasar con las esperpénticas efigies del «Padrecito Stalin» que dieron inicio al eclipse de una de las épocas más trágicas, dolorosas y sangrientas de la historia de la humanidad.
No, aquí se trató de algo más simple, elemental, técnico y burocrático, típico de la era digital, sin multitudes que corearan, ni grupos de espontáneos que portaran picos, palas, hachas, guayas y martillos que horadaran la estructura del horripilante mamotreto que, más que objeto, era el símbolo del horror a que conduciría la Venezuela de presidencia vitalicia, de niños ideologizados y que comenzarían su jornada escolar recitando su fidelidad al dictador, de purgas de los están hoy contra los que estaban ayer, y de los que estaban ayer contra los que estarán mañana, de películas por encargo como las que se realizan en la Villa del Cine con financiamiento del estado para que el Líder se entretenga mientras se compara con los héroes de la guerra de independencia (Miranda, entre otros), de juicios amañados, de mal gusto a granel, y de buenos premios para poetas, ensayistas, pintores, historiadores, sociólogos, novelistas, filósofos, escultores, cuentistas, antropólogos, y cineastas que empiecen sus obras con el «Padre Chávez que estás en los cielos».
Para abreviar: era el comienzo de la noche del domingo 2 de diciembre y frente al palacio de Miraflores ya estaban reunidos los miles de seguidores del Comandante-Presidente que debían unírsele en una rumbosa celebración tan pronto se hiciera oficial que otra vez el Líder Máximo de la Revolución Continental y Mundial había dado muestras de su invencibilidad metiéndole a la oposición millones y millones de votos «por el pecho», para aprobar la propuesta de reforma constitucional que al instante lo ungiría como presidente vitalicio.
Ya se oían los cantos, ya se veían los bailes, ya tronaban los «Patria, Socialismo o Muerte», y los «Comandante en Jefe, ordene», ya hendían los cielos los cohetones y la tierra los saltapericos, mataviejas y binladen, ya la plaza de frente a palacio es esa fuerza uniformada que como en siniestro zafarrancho de combate se ovilla, alarga, encoge y es un anuncio de que ni vecinos, ni aledaños, ni la ciudad entera pegarán los ojos en las noches y días por venir…y de pronto, una noticia como un rayo, una orden que paraliza todo, una multitud que va enmudeciendo, paralizándose, y empieza a retroceder y dispersarse, mientras suelta broches, insignias, pancartas, escarapelas, botellas, gorras, franelas, todo lo que hasta minutos antes era la promesa de que los electores nutrirían de nuevo el hambre del caudillo con tendencia a la adoración perpetua y establecer la primera monarquía nativa de Venezuela y el continente americano.
Un reguero, un basurero, un abuso contra la ecología, el cambio climático y la calidad de vida que habría hecho las delicias de teclados como los de Roberto Giusti, Ramón Hernández, Tamoa Calzadilla y Maye Primera Garcés, y que no se por qué me recuerda las pilas de Kalashnikovs abandonados en las calles de Adissa Abeba según se conocía que el feroz dictador, asesino, socialista y revolucionario, Mengisto Haile Mariam, abandonaba Etiopía y contó en las páginas inolvidables de «El Emperador» el irremplazable, Ryszard Kapuscinski.
Suerte que sí tuvo otro momento, aquel en que un empleado de una de las empresas responsables de la decoración del acto se acercó a la estatua gigante de un Chávez inflable, y tal como había ocurrido minutos antes cuando el electorado venezolano le aplicó la derrota terminal de su funambulesca carrera, apretó un botón, más bien pasó un suiche, y el coloso empezó a deshacerse, nadificarse, contorsionarse, a hacerse uno con los cientos de miles de desechos que dejaba aquella noche de ilusiones, supercherías, tumbarranchos y borrascas.
El fotógrafo del vespertino «El Mundo», Miguel Acurero, dejó para la historia, en efecto, aquel Chávez desinflado y tirado de bruces en el piso de madera de la tarima, exánime y helado, tal si un vendaval le hubiese evaporado la forma de papel y el contenido de virutas y fuera ahora un retazo de recuerdos maltrechos, con apenas la cabeza, la camisa roja, y los puños adivinándose y como en trance de emprender la pesadilla de la que no regresará jamás.
Perfecta ocasión para borronear lembranzas sobre la aventura de este militar pintoresco que ingresa en la milicia para labrarse un futuro en el equipo de béisbol de la Academia Militar que buscaba desesperadamente un pitcher para las competencias inter fuerzas, que son tan importantes en este país en el cual, el deporte del diamante, las bases, los hits y jonrrones resultó un sucedáneo funcional de los campos de batallas donde los grupos políticos del siglo XIX se despellejaban para decidir el nombre del caudillo que debía gobernarlos.
Lo demás fue pasar de soldado-beisbolista a conspirador-nacionalista, y de conspirador-nacionalista a revolucionario anacrónico, creyente del socialismo y el marxismo, que a punta de marramucias y dobleces asciende a teniente-coronel, da un golpe de estado que fracasa, pero le granjea la popularidad suficiente para salir electo presidente de la República en las elecciones de 1998.
Y aquí comienza la parte más criminal y abominable de su aventura, puesto que se concentra en ir destruyendo la democracia, prostituyendo sus instituciones, pervirtiendo sus principios, devaluando sus valores y preparando el clima que le permitiría después del domingo convertirse en monarca del reino castro-chavista de Venezuela.
Rociando su lamentable hazaña de dólares transferidos desde el odiado mundo capitalista, como consecuencia del nuevo ciclo alcista de los precios del petróleo que le permitió comprar lealtades, armar alianzas, amenazar los grandes poderes y lucirse como un gran capitán de aceite, hojalata, billetes y facturas que es justo lo que cabe en un barril de crudo.
Pero todo hasta la noche del domingo 2 de diciembre, cuando el pueblo de Venezuela lo desinfló como el amasijo de goma que hoy debe rodar en un camión a uno de los tantos vertederos de basura que rodean la capital.