Opinión Nacional

La balsa de piedra

Tomo prestado el término, lo sabe ya el lector, del título de una novela de Saramago cuya anécdota parte de un fenómeno natural impresionante, la fractura del continente europeo exactamente en el lugar donde se erigen los Pirineos. Primero, se formó una pequeña grieta. Luego, se hizo ancha y profunda. Al final la península ibérica entera se desprende del resto del continente y queda flotando en el Atlántico. De este modo dos mundos, antes unidos, ahora se dicen mutuamente adiós.

De un lado, en tierra firme, se queda el resto de Europa. Del otro, flotando a la deriva, Portugal y los países españoles.

Algo más o menos similar fue lo que ocurrió en Venezuela desde finales de la década de los ochenta del siglo pasado.

Una pequeña grieta, no geográfica sino de valores y expectativas, se fue formando entre, de una parte, un sector de la población que gozaba ­unos más, otros menos­ de los beneficios del Estado y el mercado, y de la otra, una creciente mayoría que se iba quedando al margen de esos mismos beneficios o se hallaba resentida por la inequidad institucional.

Unos más ciudadanos con derechos. Otros menos ciudadanos. La grieta fue creciendo a los ojos de todos sin que nadie lograra hacer algo para detenerla. Y un día, de improviso, se produjo el desprendimiento. Que fue más bien ruptura.

El sector más aventajado se quedó en tierra firme, creyendo aún en los valores institucionales de la democracia y en las virtudes de la economía de mercado. Y el otro, el mayoritario, también, pero diciéndole adiós a esos mismos valores, colocándose al margen de la institucionalidad y exponiéndose a una deriva política cuyo destino les era tan secundario como desconocido.

El primero no se dio cuenta a tiempo de que el segundo se había retirado de la cancha de juego. Y el segundo, desencantado, entre otras cosas, por no haber recibido el barril de petróleo que el imaginario populista le había prometido como futuro seguro, lo hizo diciéndole adiós a las reglas y a su fidelidad de décadas a los equipos de Acción Democrática y Copei. Así fue como las identidades políticas básicas, esa especie de cartografías ideológico-afectivas que sirven de brújula a los electores, se hicieron trizas. Y como las identidades políticas básicas son fundamentales para la existencia de la democracia, ésta casi muere de un solo plumazo.

Fue cuando Chávez y el chavismo hicieron su entrada en la escena del poder; pero, en vez de contribuir a reunificar el país fracturado, hicieron de la fractura una razón de ser.

Venezuela volvió a romperse y cada vez más. El último esfuerzo de reunificación, el del proyecto de AD y los partidos modernos de construir una sociedad policlasista y democrática reivindicando los derechos políticos de obreros, campesinos y mujeres para superar la sociedad militarista y de castas heredada del siglo XIX, pero sin sacrificar las libertades, incluidas las económicas, había dado frutos por algunos años pero al final, hay que decirlo, fracasó.

Y estamos otra vez, de manera distinta, en una nación rota.

De grandes inequidades. En donde el Estado cada vez más poderoso hace, de una parte, de padre severo pero protector, y, de la otra, de juez implacable y discriminador. A su clientela le garantiza la resolución de las necesidades básicas a cambio de disciplina en el voto y fidelidad en el desprecio contra los enemigos, que son todos los que no son como ellos. Y a los otros, a los que no son, los abandona a su suerte y los coloca en la mira como gente peligrosa que no llega a la condición de ciudadanos.

Como ha dicho muy bien Colette Capriles, en una entrevista reciente en el diario Tal Cual, ahora la tortilla se volteó. Sólo serán ciudadanos, aunque sea en condiciones precarias, quienes estén «dentro». Quienes estén «fuera» no son nada. Otra forma de interpretar La balsa de piedra.

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