Opinión Nacional

La atracción de la feria

Entre las numerosas posibilidades que encontró de convertirse en el centro de los acontecimientos, el presidente Chávez dio con el ardid de cambiar la realidad por su fantasía, y con la suerte de que muchos estuviesen conformes y aun felices con el trastocamiento. Debido a las maravillas de su imaginación, logró el portento de sentir que las cosas cambiaban a pesar de que los hechos concretos permanecían iguales o peores a como estaban antes de su ascenso al poder, y de que muchos creyeran que se había operado una mutación en la realidad concreta según sus deseos de apasionado narrador de fábulas. Pese a que las supuestas realizaciones carecían de asidero en el entorno, como partían de un manadero inagotable de fantasías remachadas sin compasión pudo al principio superar el riesgo de que no se encontraran sino en una cabeza afiebrada y desenfrenada, y de que nadie se percatara del abrumador contraste entre lo que pregonaba y lo que topaba la gente en el ambiente hostil de todos los días.

No sé cuantas explicaciones razonables puedan manejarse para el entendimiento de una seducción en la cual se han enredado miles de personas, pero quizá no

vaya descaminado quien le encuentre fundamento en la idea que ha divulgado de que en su persona se encarna la salvación de un pueblo injustamente preterido. Lleva más de una década presentándose como el salvador de la sociedad, especialmente de los hijos de esa sociedad más injustamente olvidados por los gobiernos anteriores, una reiteración que no deja de ser atrayente cuando de veras han sobrado los regímenes que se han olvidado en el pasado de los sectores más humildes; y cuando jamás ha faltado entre nosotros la idea relacionada con un salvador capaz de llenar la vacante dejada por Bolívar en su papel de redentor desaparecido en hora inoportuna. Un pueblo que se ha echado en el regazo de sujetos como Juan Vicente Gómez y Carlos Andrés Pérez en espera de la felicidad, no vacila en cobijarse en el discurso de quien, como nadie jamás hasta la fecha, se anuncia en los discursos y en los anuncios de la tele y en los carteles de las avenidas como el Mesías ofrecido por la tradición de la «tierra de gracia».

La conexión se facilita por el hecho de insistir en la preferencia hacia un tipo de pueblo a cuyas criaturas dedica sus desvelos salvacionistas: «su» pueblo abandonado desde los tiempos de la Independencia, un fragmento especial de pueblo en quien se depositan todas las virtudes y del cual provienen todos los derechos, un sector indefinido a propósito en el cual se encuentra lo único bueno de la condición humana, una masa a quien dedica una interpretación idílica partiendo de la cual puede ofrecerse en holocausto para cumplir la más enaltecedora de las misiones desde las alturas de poder. Este tipo de coqueteo recurrente, esta suerte de camelo infinito le ha producido una multitud de destinatarios, no sólo porque les otorga una calidad angelical que nadie les ha concedido con tanto énfasis, sino también porque los diferencia con creces del resto de la sociedad hasta ubicarlos en la cima de la colectividad y en la meta de una ansiada regeneración.

Pero el tiempo ha conspirado contra el mensaje, hasta el punto de someterlo a una pertinaz analogía con el medio hacia el cual se dirige. Después de una docena de años apenas queda una pose sin imán, de cuya impotencia sólo brota una retórica incapaz de provocar los sentimientos y las conmociones del pasado. La conjura de la realidad contra la borrachera de las palabras es inclemente, el destape de hechos concretos se convierte en aprieto inevitable del evangelista, hasta el punto de provocar un necesario cambio de estrategia a través del cual pueda él mantenerse como la atracción de la feria. Aquí necesariamente se usa el vocablo feria en su sentido más común, esto es, como lugar poblado de contorsionistas, maromeros, malabaristas, forzudos, sanadores, enanos, mujeres barbudas y adivinadores de toda laya quienes pugnan por atraer a una multitud desprevenida y dispuesta a divertirse a costa de los centavitos que salen de la alcancía familiar para diluirse en un rato de ilusiones.

Apostado como crupier de esquina, el presidente Chávez juega ahora con la bolita de su salud, con una pelotica de la enfermedad y la muerte que desaparece de sus manos para que los cautivos espectadores encuentren siempre la alternativa de una fortaleza y de una longevidad resumidas en una promesa que no depende de sus habilidades, ni de su voluntad, sino de la atmósfera de las ferias en las cuales no deja de esperarse una quimera que jamás llega, pero en cuya búsqueda se afanan los feriantes cuando destapan la cascarita frágil y escurridiza de la fortuna después de la manipulación del embaucador.

Los lastres del dolor y de la posibilidad de la muerte se vuelven así carga liviana, no en balde la atracción de la feria jura que no son una lápida personal sino una desventura colectiva; pero también en el capítulo más reciente de una autobiografía digna de la verbena para la cual se ha concebido desde el principio. ¿Acaso no prolonga la expresa confusión entre la fantasía y la realidad, y la supuesta dependencia de los sentimientos y las necesidades del pueblo, aludidas al principio? Ahora ha llegado a los confines del entretenimiento pueblerino, quizá con más auditorio del que se pudiera esperar después de una década larga de carpas y templetes.

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