La Antidemocracia
La moda de la antipolítica que se ha extendido en los últimos años por varios de los países de nuestro hemisferio, alentada en buena medida por políticos fracasados así como también por teóricos de la política, oculta en muchos casos su verdadera razón de ser, o sea, la prédica antidemocrática que a veces es su objetivo final. Habrá quienes discrepan, de buena fe sin duda alguna, de este enfoque dado el desprestigio de la clase política tradicional, la cual, con o sin motivo carga con buena parte, si no todos, de los fracasos y errores del ejercicio de la democracia representativa en los pasados cincuenta años, vale decir el período que se extiende desde el final de la segunda guerra mundial hasta hoy cuando, con altibajos, avances y retrocesos, se impuso el predominio de los regímenes democráticos en la mayor parte de nuestros países, con excepciones bien conocidas como, particularizando el caso venezolano, la etapa autoritaria que se inicia a finales de 1948 y se prolonga hasta el comienzo de 1958. A partir de este último año, en nuestro país se han mantenido los valores democráticos, hemos vivido en libertad bajo un Estado de derecho sustentado en una Carta Fundamental (1961) que ha prolongado su vigencia por los últimos 36 años sin mayores contratiempos, salvo la época en que se hizo necesario enfrentar la subversión extremista que proclamaba la sustitución de la democracia representativa, recién iniciada y adoptada libremente por las mayorías del país, por un gobierno revolucionario de corte marxista-leninista, virtual transplante a nuestra geografía de la misma experiencia que desde 1959 había culminado exitosamente la lucha armada en Cuba contra la dictadura de Fulgencio Batista. No es el propósito de estos comentarios analizar el caso cubano, salvo como referencia puntual en relación a la finalidad propiamente dicha de los mismos que no es otra distinta que la de exponer el criterio de llamar la atención sobre la creciente actividad antipolítica que, a mi juicio, no siempre es de carácter democrática. Y esto es importante destacarlo.
En estos mismos días uno de los personajes que aspiran a la suprema magistratura del Estado, es decir, a la presidencia de la república, como resultado ahora de un proceso electoral legítimo y no mediante el recurso de la violencia armada, declara que de tener éxito en su aspiración no vacilaría en disolver el Congreso de la República y la Corte Suprema de Justicia, entre otras instituciones políticas que contribuyen positivamente al equilibrio de poderes indispensables para el funcionamiento del régimen democrático. Esto, según el mismo personaje, daría paso a una auténtica democracia. Mayor contrasentido no es posible: eliminar la democracia para imponer autoritariamente una «nueva» democracia, quizás una de esas que se llamaron «democracias populares» en Europa del Este, satélites de la Unión Soviética, que tan rotundamente fracasaron en los distintos órdenes político, económico y social y que hoy, venturosamente abren camino, esta vez si, a nuevas democracias al estilo occidental.
Creo necesario señalar, además, los peligros que para la existencia misma de la libertad, nuestro bien supremo cuya adopción, defensa y mantenimiento nos convoca cotidianamente en este plebiscito permanente que es esencia de la democracia, sin que muchas de las veces nos demos cuenta de ello, estaría en riesgo serio de perderse para ser ominosamente reemplazada por el ejercicio autoritario del poder y, consiguientemente, por las constantes violaciones de los derechos humanos junto con la negación de los más elementales valores democráticos.
Importa, pues, presentar las anteriores ideas, en su exacto contenido, a fin de que cuando se hable de antipolítica quede claramente establecido que al amparo de la misma, bajo una fachada inocente, puede ocultarse -aunque no siempre, debe reconocerse- la aspiración antidemocrática, la cual es menester combatir ardorosamente si queremos mantener en todo su vigor el ejercicio y disfrute de la libertad.
Volveré sobre el tema en una nueva ocasión.