La agresión a los militares
Desde antes de asumir la Presidencia de la República, Hugo Chávez provoca a las Fuerzas Armadas. La larga lista de ataques comienza con la exaltación del 4 de febrero y su intento por convertir esa fecha en una fiesta patria. Al menos los adecos con el 18 de octubre, siempre tuvieron la cortesía de celebrar la efeméride entre familia; incluso algunos, los más discretos, hasta se hacen los desentendidos. El 4-F -día que se consuma la fractura más drástica en la historia reciente de las FF.AA- una vez concluya la pesadilla chavista, pasará a ser el símbolo de la infamia. A partir de ese momento se detienen las reformas modernizantes que estaban en marcha, y se inicia el retroceso en todos los frentes que hoy padecemos sin ninguna misericordia. El Teniente Coronel es consciente de que evocar esa fecha representa un agravio para las Fuerzas Armadas, pues aunque algunos de sus sectores pudiesen haber estado en desacuerdo con la conducción que la dirigencia política le imprimía al país, la inmensa mayoría de la institución no compartía la ruptura del orden democrático por la vía de la violencia, ni estaba de acuerdo con ningún cuartelazo. Tal era la cohesión de la institución castrense, que el golpista, a pesar de tener más de 15 años conspirando, no pudo tomar ni siquiera La Casona.
Chávez continúa los agravios cuando asume la presidencia tratando de politizar la institución armada. Echando mano del esquema diseñado por su tutor intelectual, el neofascista Ceresole, pretende convertir las Fuerzas Armadas en su partido. A partir del conocido triángulo caudillo-masas-ejército promueve la participación de los militares en el debate político. Trata de adscribir las FAN a eso que algunas veces denomina «el proceso» y otras «la revolución bolivariana». En su afán por destruir su profesionalismo y meritocracia, en la Constitución de 1999 impone un artículo -el 236, numeral 6- que le confiere al Presidente de la República la atribución de designar los generales y almirantes, con lo cual busca convertir a estos altos oficiales en una suerte de centuriones al servicio del «jefe», a la vez que despoja a la Asamblea Nacional, foro que representa la soberanía popular, de esta competencia que en todas las democracias avanzadas simboliza la subordinación del poder militar al poder civil. Chávez busca que los oficiales de mayor jerarquía le deban lealtad incondicional a él, y no a la República ni a una institución que se funda en principios jerárquicos y meritocráticos. El atropello a esos valores básicos le permite promover a sus amigos más leales a los puestos de comando claves, saltando por encima de militares con una hoja de servicio intachable, pero sospechosos de no compartir a pies juntillas «el proceso». Chávez intenta remplazar la competencia con la obsecuencia; más que el profesionalismo de los oficiales busca su lealtad perruna.
La cadena de agresiones se intensifica después del 11 de abril, cuando un grupo de militares dignos, se niega a cumplir una orden genocida que pretende masacrar a un torrente de marchistas indefensos. Gracias al coraje de esos oficiales el país no sufre una tragedia de mayores proporciones. Ahora esos oficiales son objeto de una persecución tenaz. Los altos oficiales cuya causa es sobreseída por el Tribunal Supremo de Justicia son hostigados continuamente. Como no puede quebrar la voluntad de los altos mandos que rechazaron sus arbitrariedades el 11-A, ahora arremete con furia contra oficiales de menor jerarquía, que se limitaron a cumplir órdenes de sus superiores jerárquicos. La cobardía como síndrome, como conducta compulsiva, se repite una vez más. Aparece en el 92 cuando se rinde sin haber disparado ni una china; el 11-A cuando empapa la sotana de monseñor Baltazar Porras; ahora que ataca a los militares por su flanco más débil, la joven oficialidad. Afortunadamente han aparecido generales como Vidal Rigoberto Martínez que dan la cara por los noveles oficiales.
El asesinato del economista Luis Ramón Alcalá, asistente de Hidalgo Valero, abogado que se destaca por la defensa de algunos de los más importantes militares acosados por Chávez, hay que inscribirlo en esta larga lista de agresiones. Muchos indicios señalan que ése fue un crimen por encargo. Los francotiradores apostados en las cercanías de Miraflores el 11-A, actuaron de nuevo con la precisión de un cirujano. Un solo disparo certero acabó con la vida de un consecuente luchador por los derechos humanos. El autor material del crimen probablemente no aparezca. Todo depende de cómo el régimen evalúe la reacción de la oposición. Si la respuesta es muy intensa, tal como ocurrió con los pistoleros de Puente Llaguno, a lo mejor lo entregan como chivo expiatorio. Lo que nunca se sabrá es quién es el responsable intelectual, quién dio la orden de ejecutar a Alcalá. El poder bajo la sombra quedará oculto, aunque todo el mundo sabe que ese crimen persigue la finalidad de sembrar terror entre los militares opuestos Chávez y entre los abogados que los defienden.
Las amenazas y ataques de Chávez al sector castrense, se han estrellado contra el fortaleza de una institución cohesionada por más de cuatro décadas de ejercicio democrático y por casi un siglo de formación dentro de un esquema que promueve la formación profesional. Sin embargo, como dice el general Enrique Medina Gómez, el que juega con candela puede resultar quemado.