Juventud, divino tesoro
Esa es una realidad por la simple razón de que los jóvenes y los infantes son la mayoría en toda nación—por lo que el mundo progresivamente se diseña y construye alrededor de ellos.
Y también lo digo por mí. Aún tengo fresca en mi memoria cuando debía navegar a bordo de un bote peñero; cuatro horas, por el río Cuyuní, entre la isla de Anacoco, ubicada en el borde occidental de nuestra Guayana Esequiba, hasta la población de El Dorado, ubicada al sur del estado Bolívar—debía comprar las provisiones del mes.
Cuando era la temporada seca, el caudal del río diminuía significativamente, por lo que en algunos tramos debíamos descargar el bote, trasladar la carga a nuestras espaldas un tramo sobre tierra firme y arrastrar el bote; halándolo con mecates, sobre las piedras del lecho del río hasta hallar nuevamente un nivel de agua lo suficientemente profundo para navegar.
Los riesgos eran abundantes, pero a mí lo que me provocaban era entusiasmo. Tenía 21 años de edad.
Ahora tengo casi 65 años y debo bajar y subir hasta apenas un escalón, con suma precaución; las estrechas monturas para los anteojos actuales, son muy elegantes, pero me obligan a mover constantemente el cuello para poder ver con claridad, desde las teclas de los teléfonos celulares, teclados de computadoras o controles de aparatos eléctricos o electrónicos, y a las nueve de la noche ya estoy bostezando.
Eso no le ocurre a mi suegra que ronda los noventa años y quien se comporta como si tuviese cincuenta—además, luego de someterse a una cirugía láser, no usa anteojos. Así que son sólo algunos ancianos, los que tienen dificultades para adaptarse al cambio natural de la sociedad en la que viven.
De regreso a Anacoco, recuerdo que nos alojábamos en una inmensa carpa de lona en medio de la selva, suficiente para dar albergue a varias docenas de personas, y nuestro cocinero, todos los días a las diez a. m. salía a cazar la carne para el almuerzo y la cena—lo que pudiese encontrar—desde danta, venado, váquiro, chácharo, hasta lapa, acure, o paují—hoy sólo puedo comer carnes blancas sin piel, leguminosas (granos) y vegetales; ni siquiera debo ingerir azúcar o sal normal, deben ser dietéticas (sin calorías la primera, y baja en sodio la segunda). Todo lo que me más me gustaba comer, me fue prohibido por los médicos, luego de haber sobrevivido a un infarto—y encima, debo tomar más de diez píldoras diarias, sólo para reducir las probabilidades de un nuevo accidente cardiovascular.
No me estoy quejando. Bastante que disfruté de la vida mientras tuve juventud y salud. Ahora disfruto de otras cosas; aptas para mi edad y condición, mientras intento recomendarle a los jóvenes con quienes logro comunicarme, que disfruten la vida a plenitud dentro de sus posibilidades, mientras llevan un sensato cuidado de su salud—lejos del tabaco, de cualquier tipo de sustancia psicotrópica o estupefactiva, y con mucha moderación con el alcohol—y huyéndole todo lo que puedan, a las grasas—sobre todo las de origen animal.