Juan Gelman vestido de gala
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Repasando recortes de periódicos de esos que uno guarda porque para algo los necesita, el corazón lo sabe, me encontré con la foto de Juan Gelman en estricto traje de etiqueta inclinándose con gracia frente a una potestad desconocida. Él da la cara en la foto, y enfrente, lógico debe hallarse quien recibe su reverencia. Caramba, me dije, ¿ante quién se inclina Juan Gelman tan galante, perfecto caballero serio y sentimental, vestido de gala? No podía ser más que ante la más alta de las potestades, la augusta potestad de la poesía.
Sereno y apenas sonriente se inclina, lord de los poetas, con ese supremo desdén que siempre ha tenido para títulos y honores y otras veleidades frente a las que suele estallar en risa si lo provocan demasiado, y qué hace, me dije, un cantor de tangos que ha pulsado la lira de la desgracia vestido con semejante elegancia como si fuera padrino de la boda de alguien, digamos un grande de España o Portugal, algún príncipe ocioso heredero de alguna dinastía destronada por alguna revolución lejana y olvidada más allá de los montes Cárpatos? Pero un hombre así, tan acuchillado el rostro por la pena no se viste de chaqué si no son sus propia bodas con la lengua con la que ha vivido amancebado todo la vida en coloquio carnal, alguna vez tenía que normalizar su situación, qué vida esa de disturbios domésticos, de papeles revueltos en el lecho nupcial y las sábanas siempre manchadas de tinta.
La verdad es que lo sé. Tomaron esa foto el 23 de abril del año pasado en los claustros de la Universidad de Alcalá, el día en que Juan Gelman recibió de manos del rey Juan Carlos el Premio Cervantes, primera vez que se inclina ante alguien aunque sea tan ligeramente y con tanta gracia que no hay desperdicio, él que ha vivido erguido toda su vida y no hay nadie que pueda vanagloriarse de haberlo nunca doblegado, nadie ni nada, ni el terror, ni la insidia, ni el infortunio, erguido frente al peor dolor que no hay guitarra que se atreva con esa milonga.
En el año de desgracia de 1976, secuestraron en Buenos Aires a su hijo Marcelo Ariel junto con su esposa María Claudia que tenía un hijo en el vientre, siete meses de embarazo, una pareja muy joven de entre las miles de parejas juzgadas subversivas solamente por ser jóvenes, lo metieron a él en un bloque de cemento y lo tiraron al Río de la Plata unos sicarios de los muchos que andan todavía sueltos mientras los muertos aún penan justicia, el río de los muertos que se revuelve oscuro en el estuario sin orillas arrastrando cadáveres, el mar de los muertos atados de manos y amordazados lanzados al vacío desde los aviones militares, tierra inmensa y oscura de los desaparecidos la Argentina de las juntas militares, y a María Claudia la sacaron clandestina al Uruguay, la hicieron parir en un hospital de Montevideo y también la asesinaron porque había entonces una santa hermandad siniestra entre las dictaduras del cono sur que se repartían los secuestrados y los muertos.
El caballero que se inclina en la foto, y que si fuera del siglo diecisiete tendría en la mano un sombrero adornado con plumas de avestruz, se visita siempre con el hijo:
Estas visitas que nos hacemos,
vos desde la muerte, yo
cerca de ahí, es la infancia que
pone un dedo sobre
el tiempo. ¿Por qué
al doblar una esquina encuentro
tu candor sorprendido?
¿El horror es una música extrema? ¿Las
casas de humo donde vivía
el fulgor que soñaste?
¿Tu soledad obediente
a leyes de fierro? La memoria
te trae a lo que nunca fuiste.
La muerte no comercia.
Tu saliva está fría y pesás
Menos que mi deseo.
Y la nieta, por años desaparecida, creció en un hogar adoptivo, se hizo adulta, y el abuelo tenaz tras de su rastro no cejó nunca hasta encontrarla, un cuarto de siglo buscándola, parece poco, una tenacidad que nunca doblegó el viento cruel del infortunio, ese mismo que le ha acuchillado la cara, hasta que en el año 2000 por fin dio con ella, Macarena, que acompañó a su abuelo a Madrid, y que estuvo presente junto a él en la ceremonia de Alcalá donde el rey de España le entrega el premio Cervantes, qué final feliz más lleno de penas de bandoneón, qué bronco el eco de las cuerdas de esa guitarra.
Apenas un poco inclinado, y ligeramente sonriente, un esbozo de ironía en la foto, y toda la dignidad del poeta vestido de chaqué el día de recibir el premio a su concubinato de por vida tan pasional y tan feroz y tan carnal con la poesía, amor de desvelos nocturnos, pasión de los ojos ardidos despiertos, tantos oficios y fue a dar con éste que él dice que no es suyo pero ante al cual se inclina en esta foto que guardo, un oficio para dejar constancia de los dolores ajenos, ya no se diga de los propios. Las palabras que se atrapan en su misterioso vuelo y no se trabajan sino con la sangre que hay que sacarse de las venas, como en las milongas y en los tangos y en los boleros, y lo que yo siento al contemplar desde Nicaragua, donde él vivió en un tiempo su exilio, esta foto suya impresa en este periódico del año pasado, es un ligero temblor en el alma y en el cuerpo, y entonces yo también me inclino reverente ante la figura que se inclina en la foto, él ante la poesía y yo ante el poeta que ha sentido que el horror es una música extrema.
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