Izquierdas y derechas
La encrucijada en que se encuentran los pueblos latinoamericanos, y que se ha hecho crucial en nuestro país, no pasa por izquierdas o derechas. Pasa por aquel punto que divide a los ciudadanos y los lleva a optar por soluciones autocráticas y dictatoriales – de cualquier signo ideológico – o por opciones estrictamente liberales y democráticas.
«El socialismo es el comunismo»
Fidel Castro
1.- La desaparición de la Unión Soviética, y con ello de la Europa del Este y del polo de aglutinación del comunismo a nivel planetario, han terminado por asestarle un golpe mortal al socialismo y, tras suyo, a la nomenclatura tradicional en que se dividían los campos políticos, según los cuales las agrupaciones de fuerzas se encuadraban en las izquierdas o las derechas. Siendo estas últimas el campo de gravitación del conservadurismo y la defensa del statu quo mientras que aquellas lo eran de la contestación y el progresismo. Hasta entonces, 9 de noviembre de 1989, en el imaginario colectivo, la diferencia entre izquierdas y derechas fue siempre un sucedáneo de la divisoria entre “buenos” y “malos”.
Desde la caída del muro, y con él la del auto de fe de que el progresismo y el futuro descansaban en las izquierdas en todas sus variantes – desde el bolchevismo hasta el reformismo – y el estancamiento y la regresión en el campo de las derechas, el eje de gravitación política se ha desplazado al enfrentamiento entre demócratas y autócratas. Polos de aglutinación que pueden perfectamente atraer hacia sí a derechistas e izquierdistas de todos los colores. Y efectuar con su muy amplia delimitación un corte transversal que atraviesa todas las gamas del espectro político. ¿Qué permite al día de hoy la coincidencia de derechistas e izquierdistas? La lucha contra las dictaduras. La defensa de las libertades democráticas. El enfrentamiento contra el totalitarismo. ¿Qué las une? El liberalismo, en su más amplia acepción. Y la consiguiente defensa de la propiedad privada. Las diferencias que restan hacen a matices en el rol del Estado, el acento en lo social sobre lo particular, la defensa de los más desfavorecidos y el esfuerzo por lograr la igualdad de oportunidades y la prosperidad para todos. Con una conciencia común: el progreso y el bienestar son incompatibles con los totalitarismos. Sólo son verdaderamente posibles en democracia y bajo el irrestricto respeto a la propiedad privada y al libre mercado. Dos aspectos de un mismo fenómeno.
¿Quién puede afirmar hoy en día que el más que semi centenario régimen cubano representa la contestación y el progresismo y el gobierno de Sebastián Piñera el del conservadurismo y la regresión? Obviando los fanatismo de viejo cuño que siguen imperando como una rémora en sectores sociales anclados en el pasado, carentes de toda auténtica incidencia en los destinos de sus respectivos países, nadie con dos dedos de frente puede salir a defender al uno porque representa el futuro – tras medio siglo de fracasos y una feroz dictadura totalitaria – y el otro el conservadurismo – cuando intenta una reforma en profundidad que permita que su país de el salto definitivo hacia la prosperidad y el desarrollo propios del primer Mundo.
La encrucijada en que se encuentran los pueblos latinoamericanos, y que se ha hecho crucial en nuestro país, no pasa por izquierdas o derechas. Pasa por aquel punto que divide a los ciudadanos y los lleva a optar por soluciones autocráticas y dictatoriales – de cualquier signo ideológico – o por opciones estrictamente liberales y democráticas. Ni en Brasil ni en Colombia ni en Chile, las opciones autocráticas capitalizan más de un diez o un quince por ciento del electorado. Y los partidos que los representan, principalmente los de ascendencia marxista-leninista o castrista, no superan el 5% de los votantes.
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Ciertamente: esa preponderancia de las fuerzas liberales y democráticas depende de cuán estabilizadas se encuentren las sociedades respectivas. A mayor estabilidad de los sistemas políticos y a menor extensión de sus aspectos críticos – particularmente en los ámbitos de la economía y la sociedad – mayor es la fortaleza de los demócratas y menor el de los autócratas. En Venezuela, durante cuarenta años de democracia, las fuerzas del marxismo anti sistema – en todo su espectro – no llegaron jamás a superar el 5%. Que se convertiría en una barrera histórica. Vivimos actualmente las resultantes de la crisis de esa situación histórica. Un grave tropiezo, que hizo que ese 5% se convirtiera en mayoría nacional. Los resultados, once años después, están a la vista.
Es preciso que se produzca una crisis estructural, reproducida en el ámbito político, para que dicha realidad se vea cuestionada y atropellada por los hechos. Basta una herida de cierta envergadura en el tejido socio-político, exactamente como las que permiten a la mosca productora de las miasis atacar los tejidos sanos de un ser vivo y provocar las temibles gusaneras, para que se precipite una crisis en el sistema político de dominación y se trastruequen los términos de la ecuación entre demócratas y autócratas. El fracaso – aparente o real – de las democracias permite la inmediata resurgencia de los genes autocráticos y dictatoriales que reposaban en lo profundo de la genética política. La crisis de la democracia invoca de inmediato el llamado de auxilio al sustrato monárquico y autoritario, siempre al acecho de las democracias. Que puede ser revivido por la izquierda o por la derecha, por el castrismo o el pinochetismo. Ante el caos, espontáneo o inducido, provocado por las crisis de los sistemas de dominación, aparece de inmediato la tentación totalitaria: es el momento de las dictaduras.
En el caso de la crisis venezolana actual, fueron sectores golpistas de las fuerzas armadas – siempre en estado latente y al acecho del Poder desde la derrota del perezjimenizmo en 1958 –, en conjunción con el golpismo civil de izquierdas y derechas, los que provocaron la herida de la subversión, agusanando el frágil sistema de equilibrios en que se asentaba la democracia venezolana. El llamado “Caracazo” no fue el origen de la crisis, pero abrió una profunda herida en el tejido político nacional permitiendo la inoculación de la miasis. Los golpes de estado de febrero y noviembre de 1992 impidieron la sanación de la herida y precipitaron la extensión del daño ocasionado a la democracia. Con la consciente o inconsciente, voluntaria o involuntaria colaboración de algunos de sus propios gestores. La mesa estaba servida para el asalto al Poder.
En países de más sólida conformación estatal, como es el caso chileno, argentino o uruguayo, la respuesta provino de las fuerzas armadas tras un proyecto conservador, profundamente restaurador. Política, social y económicamente de derechas. En sólida alianza con las restantes instituciones del establecimiento – el sistema político y el judicial – las fuerzas dictatoriales se hicieron de inmediato a la tarea de recomponer el sistema de dominación y anular por generaciones el virus de la contestación revolucionaria.
En países de formas estatales más endebles y gelatinosas, la respuesta provino del autoritarismo caudillesco tras un proyecto plebiscitario de masas. Teniendo como antecedentes el peronismo y los distintos caudillismos latinoamericanos del siglo XX. Incluso el castrismo. Aquellas condujeron a formas corporativas y represoras de gobierno. Éstas, a formas populistas y fascistoides. Es el caso de la Venezuela chavista.
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La pretensión de instaurar el comunismo en Venezuela se inserta en la segunda oleada por lograr su instauración a nivel continental desde el asalto al Poder por el castrismo en Cuba. La primera, articulada desde la Habana desde comienzos de los sesenta y que se expresara en la intervención armada de Cuba en Venezuela entre los años 64 y 67, en Bolivia en los años 66 y 67 y en los restantes países de la región en que se estructuran movimientos guerrilleros durante toda la década de los sesenta, culmina con el desastre del allendismo en Chile y las violentas reacciones militares de los setenta y ochenta en el Cono Sur.
La segunda oleada se estructuraría luego de la caída del Muro de Berlín y la debacle de la Unión Soviética y el comunismo mundial en noviembre de 1989 y encontraría su foco de articulación en el llamado Foro de Sao Paulo, que a partir de 1992 reorganiza y orienta las luchas violentas – a través de las narcoguerrillas – y electorales – a través del ataque a las instituciones, el quebrantamiento de sus sistemas de dominación, los golpes de estado y las victorias electorales – hacia el triunfo de su estrategia en Venezuela, Ecuador y Bolivia.
Actualmente vivimos la crisis de este proyecto estratégico y la debacle del castrismo y del chavismo bolivariano, tanto en Cuba y Venezuela como en toda la región. Los graves problemas suscitados en todos los países del ALBA y la crisis terminal que vive el castrismo en Cuba, que implican un golpe mortal a las pretensiones del comunismo en todos esos países, replantean la problemática política de América Latina. El siglo XXI, que se iniciara bajo la feroz ofensiva del bolivarianismo y el llamado socialismo del nuevo siglo, vuelve a los cauces de la disyuntiva entre democracia o dictadura, progreso o regresión, aislamiento internacional o inserción de la globalización de las sociedades y sus economías.
Es un corte transversal que pone de manifiesto el nuevo sentido de la historia. El espantoso fracaso del castrismo en Cuba y del chavismo en Venezuela, que arrastra consigo el fracaso del comunismo, reinserta la política en los cánones de la sensatez y la cordura. No se trata de asaltar el cielo: se trata de poner pie en tierra, de vencer el caos, la pobreza y la violencia. De aunar esfuerzos para combatir las taras ancestrales del subdesarrollo – el analfabetismo, la miseria, la desigualdad – y organizar nuestras sociedades para permitirles la productividad y la riqueza que hagan posible la distribución equitativa y la reproducción permanente de la prosperidad.
No son objetivos propios de derechas o de izquierdas. Son objetivos de demócratas progresistas, conscientes de que sólo la propiedad privada – derecho natural de la especie – y la concurrencia en términos de igualdad en el mercado de oportunidades, pueden garantizar el progreso de nuestras sociedades. Es lo que dicta la racionalidad de los hombres sensatos, ese atributo que tanto reclamara el libertador cuando veía desmoronarse sus esfuerzos en aras de la locura del caos y los enfrentamientos fratricidas.