¿Íngrimos y solos?
Suelo acercarme muy pocas veces al piso 4 del edificio de la Caja de Ahorros, la nuestra, profesores de LUZ. Allí viven o habitan o gravitan o deambulan o desandan los directivos de los profesores jubilados, en un espacio chico, casi a escondidas, como si algo pesara sobre nosotros, además de los años cansados, libido sin memoria, ajenos a Dionisio, extraños a Apolo, agotadas voces ayunas de poemas. Escondidos de remota memoria que no vuela y para saber de nuestra dignidad presente nos llamamos, eméritos. Nunca supe por qué, por qué llamar así a unos viejos y a otros que lejos están de esa categoría de la tercera edad, colmados de ausencia de recuerdos, imposibles de memorias según fueron sus hechos. Y muchas, muchas veces voy al resto del edificio, allí funcionan, entre otros, los consultorios para la medicina elemental nuestra y de nuestra familia. Los laboratorios para las indagaciones de excretas, sangre, que suelen reflejar con tanta exactitud la cualidad de nuestras condiciones. Vaya, Dios, que sean la sangre, las heces, la orina, las fuentes de nuestras verdades esenciales. ¡La esencia se encuentra en las HECENCIAS! También hay en el lugar una tienda incompleta y trabaja allí con altos méritos nuestra segunda madre, la caja de ahorros. Ah! ¿Quien no recurre a ella para buscar los primeros y mejores auxilios? Siempre una respuesta buena, aun aquella que niega, porque es un No pasajero que asegura, como en los noviazgos difíciles, que mañana tendremos la respuesta y gozosos con las ganas repletas transcurre nuestra espera.
Pero hoy fui a al piso 4, no se a qué. Tal vez a saber de Antonio Castejón, si por su buena voluntad y demás razones de su ser bueno que así es, habría ordenado desde la OPSU, algunos de esos pagos de las deudas viejas y de cuyo origen nunca supe ni sabré nada, sólo que bienvenidos son, me ayudan a recordar placares que nunca antes a tiempo me fue dado alcanzar y que hoy sustituyo por otras cosas, a veces muy mejores, alcanzar la distancia del hijo, la hija, que están lejos o pasear por lugares donde antes llegaron mis anhelos y vivir la nostalgia de cuanto no he podido hacer. O beber un helado recubierto por la voz de algún nieto. Seguro estaba de no ir a buscar las beldades de los sueños idos ni a mostrar mi cansancio de arrugas cobijado. Fui a eso o sin enterarme a enterrar un poco mas holgado el tiempo, o buscar en la Nada un trozo de existencia…
Enterado de Nada, de Antonio nadie sabe y la homologación esconde su injusticia en la razón de hacernos en los sobres iguales. A igual pago, igual profesor, dicen sabios los expertos de la justicia. Así colmada mi ignorancia ya emprendía el viaje de regreso, cuando una bella dama, según mis miradas en sus viajes perennes al recuerdo, me pidió que llenara una encuesta, cuyo fin es servir de fuente para tomar la decisión de construir una casa, como un refugio, llamaríase la casa del abuelo. Mis interrogantes fueron colmadas de razón. Será un espacio para cuando estemos mas viejos, pesados de tiempo, tengamos la posibilidad de otros encuentros, con gentes de nuestra era y clase, y evitar que la ingrimitud sea la compañera y la soledad sea menos íntima en el compartir historias y leyendas que empezarán, ¿te acuerdas de…?. Con hospitales cerca, para tratar de alargar el tiempo que aun nos queda, sonreír al infarto, masticar los ACV, disfrutar sin riesgos el Alzheimer, degustar un buen vino según las bondades del parkinson, consumir nuestras halitosis, celebrar las aventuras de la diarrea, sonreír a las incontinencias, responder creyendo que alguien llama a la puerta según la intensidad y altura de la flato explosión…
Será, me dijo tan bella dama, como existe en los países esos, los desarrollados, los grandes. Me recordé de haber visitado uno en Suiza, casa por mucho tiempote de mi hijos Lise y Simón. Cuántas comodidades. Biblioteca, Internet, autos, chóferes, monjitas, médicos, un restaurant de primera. Sala de conferencias. Nuestro anfitrión Peter Perutz, un sabio en mil cosas que usted, lector, puede consultar, para mejor orientarlo, su residencia es Ginebra, y son muchas sus obras. Y no exagero, tiene un auto que él puede conducir y un complejo sistema de información, de modo que si el sabio le diese algo cuando conduce, su auto se detiene y se comunican con el servicio médico al cual está afiliado. (Juro que esto es cierto y que no son fábulas de anciano). También recordé, a J. Paul Sartre, en su ancianidad descubierto por su tan noble mujer, Simone de Beauvoir, a mi lado dos maravillosas personas, Bertilio y su esposa Dobrila, no se si llenaban la misma encuesta. Nos sonreímos en voz baja como para no asustar a los cadáveres. O quizá para no traducir la alegría que provocan ciertos muertos. O esa bella manera de matar el miedo cuando nos reímos del oportuno chiste en el velorio.
Acá en casa, conversé con cada hijo. Con Américo Gustavo que se fue hace cuatro años y nada se de él, salvo que no se ha ido. Recordé sus palabras de despedida. Te he buscado un lugar para el encuentro con tus sueños, dijo. Diez hectáreas de tierra, rodeadas de diez vacas, buenas como un canto de tonada llanera, un gallinero chico, gallinitas cubanas, chiquitas, una casita, la tuya donde corren la libertad de los recuerdos y de tus pasos quedos, donde quepan tu mujer y tus hijos y tus nietos y cada día después de gritar, correr, jugar sin descanso alguno dormirse con tus cuentos. Donde te rías de las historias nuestras cargadas de leyendas, fantasías, de mentiras, verdades construidas en la palabra de lo que no hemos hecho y te rías y tengas tu Internet y puedas a escondidas de Merly, ver los programas más insólitos con los protagonistas de Sodoma y Gomorra o con ella, ver las escenas sabatinas del Ballet de Bolshoi. Y escribir sin cansarte y te quedes dormido leyendo los textos de los hijos que por ventura y por sus propios hijos y destino vivan lejos. Así habló mi hijo por si y todos sus hermanos y hermanas…
Y heme aquí, maldiciendo el progreso que entre tantas miserias trajo la soledad y mató en cada quien, en los hijos, primero, en los demás, luego, la cualidad de la familia y nos hizo andar solos, íngrimos, acuartelados para impedirnos la alegría de la última batalla, saber que cuanto hicimos: justo, bello y bueno era. Y llevarnos de avío una pocas palabras que emanan de su ser y se haga dulce el viaje: te amo, viejo.