Opinión Nacional

Ideas para comprender el presente histórico

I

Si algún rasgo distingue a la modernidad o post-modernidad, como Usted guste llamar al presente, es la ausencia, la soledad virtual, cuando no el vacío. Si no que lo digamos Usted y yo que no por desconocernos dejamos de comunicarnos, leernos sin sabernos, suponer que existimos.

En estos tiempos que corren o más bien vuelan, la noción de historia y su correlato, el transcurrir, han variado sustancialmente desde la época en que viajaba) «La Barca», nombre con el que Roberto Cantoral tituló aquel famoso bolero que interpretó magistralmente en su momento Lucho Gatica y que hoy cobra voraz fuerza y ambientación contemporánea en la voz de Luis Miguel.

El axioma general asumido en la letra de la canción «Dicen que la distancia es el olvido pero yo no concibo esa razón» cobra vigencia especial en la actualidad entre otras razones, por los cambios que en la vida cotidiana ha introducido la ciencia y específicamente la cibernética con toda la producción de aparatos y tecnologías, que sirven al usuario para manejar y controlar, tan sólo parcialmente, el pasmoso vértigo en el cual andamos, hacia el que nos empuja la vida o su sombra. Porque la realidad ya no nos acompaña sino que nos persigue y acorrala o nos deja detrás en el camino ya cansados o pasados de moda. En suma, nos agota. O se lo permitimos que no es igual.

II

En todo caso, aquel dilema entre ser o no ser se ha convertido en un «parlamento» más que un drama famoso o lo que es lo mismo, en traducción actual, antiguo. Ahora la dialéctica (palabra también antigua) de la realidad ha reubicado, no sin ciertas angustias que todos llevamos dentro, a estos dos opuestos existenciales que partían a la filosofía y a la política en bandos irreconciliables.

Ahora se puede ser y no ser al mismo tiempo o estar sin ser que no es idéntico. En todo caso más cómodo. O parecerse que es decirse y esconderse. Donde lo ficticio es lo real o su inverso, que no sería exactamente su contrario. Ambigua textura. Trialéctica al menos, entonces. Porque entre ser – tener y –poder se ha establecido una relación agobiante.

Además, ser sin estar, para colmo o complemento. A eso hemos llegado por obra y no me atrevería a decir si por gracia o defecto de la nueva realidad que dudo en definir por su veloz variabilidad, metamorfosis constante, permanente tránsito hacia quién sabe dónde. Aunque a lo mejor todo esté en la mente. Quizás.

A esta forma de existencia o mundo gusto en llamar realidad ausencial o no-presencial, que no es vacío de realidad sino forma de existencia específica y predominante, tendencia marcada en las relaciones sociales de nuestro tiempo globalizado. Vacío lleno. Lleno vacío.

Eso sí, habría que establecer las distancias y diferenciaciones de rigor no sólo en lo que a su estética se refiere sino también a su contenido. Apunto en esa misma dirección y afirmo que no es comparable la realidad del llamado «Primer Mundo» con la de los otros. Y más aún, dentro de cada uno de esos «mundos» existen diferencias individuales, sociales, religiosas, étnicas, de género, de mentalidad y otras que inciden en que el tipo de relación social sea más presencial o ausencial. O también, para complicar aún más las cosas, como de hecho lo son, un mismo individuo tiene relaciones cruzadas (ausenciales y/o presenciales) al mismo tiempo, puesto que las formas de relación social son múltiples.

III

Lo que en principio es válido afirmar como hipótesis general para ser comprobada es que a mayor «desarrollo» (nivel de vida, de ingreso, de educación, etc.), mayores son las probabilidades de comunicación con un mayor porcentaje de realidad ausencial. Por ejemplo: computadoras, contestadora telefónica, fax, dinero plástico, internet, multimedia, todos los sistemas del self-service, telecajeros incluidos. Cada vez más «individualismo» entendido como posibilidad de prescindencia de los otros. Autosatisfacción plena dicen. El tema es más que un juguete del pensamiento. Esto lo conocen los físicos, los matemáticos y en general los científicos, incluyendo los sociales. Einstein definió a la realidad molecular como relativa y lo demás es historia o prehistoria.

Pensar en estos temas debe convertirse en objeto de reflexión para comprender, que no para justificar, las nuevas y complejas realidades éticas, estéticas, políticas, económicas, psicológicas, familiares, militares, administrativas y gerenciales, del aprendizaje, los vínculos religiosos y pare Usted de contar. Y si no que hablen los artistas con cuyos radares, sensibilidad o magia, entienden mejor o distinto, y trasmiten plásticamente lo que pretendo decir a través de la palabra que no es la más adecuada forma de expresión del presente como si lo son la imagen y los símbolos. Más fácil, rápido, lógico, mirar. Capital simbólico, con valor de uso, de cambio y de retroalimentación, «sin imágenes no hay compasión y mucho menos reacción política urgente» afirmaba el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados.

Porque en efecto en la actualidad lo real parece ser más aparente, más «mental», desechable y fácilmente descomponible, reconstruíble y reciclable, es decir manejable, ya que los valores, los principios y las lealtades que ellos generan, las raíces de la acción social pudieran ser menos profundas y por lo tanto más visibles pero menos sólidas, menos resistentes pero más adaptativas, efímeras pero útiles para instalarnos o salvarnos del entorno en el que nos toca desempeñarnos, que está signado por los bruscos cambios.

IV

Y ello tiene unas implicaciones sobre la vida individual y colectiva de un gran peso pues dejan como residuo un sentimiento de inseguridad y de incertidumbre con sus consabidas respuestas de pasividad o de violencia directa o desplazada o encubierta o el regreso a la nostalgia como guarimba o a viejas prácticas y creencias que quizás ya no sirvan para esta existencia cuasi-vacía. Por eso, en paralelo a la globalización, estamos regresando al Feudalismo. Y por ello se asoman los militarismos, los fascismos, los nacionalismos y otros «ismos» que intentan poner orden sobre un supuesto caos que no lo es. Es nada más que una forma de transición en la que el presente es el pasado que se asoma de espaldas al futuro.

Ello ha creado un vértigo que va más allá del miedo y que a veces se transforma en placer. Pasión por el presente sin visión de destino o de origen, pues el futuro ya fue. Y además, ¿qué importancia tiene el futuro? «La nota» es el filo de la navaja. Realidad para el consumo que se extingue al nombrarse. Y a esa nueva forma de realidad hay que aprender a manejarla a través de la reingeniería dicen hasta los que quieren dejarse llevar por el sin sentido. No son pocos. Y el vértigo es libre y riesgoso.

Todo lo anterior, pienso (y no por ello necesariamente existo), debe ser incluido para su plena comprensión dentro de los esquemas de análisis que ofrece la Historia como ciencia y método. A pesar de que algunos hayan decretado el fin de la misma.

Valdría la pena recordar que un exceso de independencia o de libertad puede convertirse en orfandad. Por eso es que no hay nada mejor que una buena teoría. ¿Pero cuál? Ella nos permitiría entender lo que ocurre a nuestro alrededor y dentro de nosotros mismos como causa y efecto de los profundos cambios que a todos los niveles se tejen en este fin y principio de siglo que no de historia. Estamos pues en bocanada, perplejos y expectantes.

V

Ilo de donde vengo con la política. Con la política democrática. La mayoría sobre el individuo. La razón (¿dictadura?) de lo colectivo. Los límites a la ambición personal en y por el interés de todos. Me excedo, pero sé que matizando puedo tocar el piso profundo y resbaladizo en el que se posa el funcionamiento de la vida política en democracia: el consenso: expresión refinada de un tipo específico de Cultura Política.

Frente a la fuerza, el poder del tirano, el miedo en democracia, la crisis de gobernabilidad u otras formas más sutiles que inciden en la limitación de la libertad, aparece la vitalidad ciudadana expresada a través del lazo soberano. «La soberanía reside en el pueblo» es la expresión más joven del viejo contrato social rousseauniano tan cercano en lo lejos a nosotros los venezolanos en el espíritu y las enseñanzas del maestro Simón Rodríguez a Simón Bolívar, ambos unidos en un solo destino trágico.

Cada día más, dicen algunos, los resortes de la vida política democrática requieren que el individuo común se involucre definitivamente en los asuntos públicos; que sin él las fuerzas de la tiranía avanzan por caminos insospechados, o lo que es menos dramático, que el salitre lento de la inacción mayoritaria producirá parálisis y finalmente el quiebre del tejido institucional y del liderazgo cada vez más enquistado que maneja la urdimbre del poder.

Surgen igualmente, los otros, quienes desde la calle de enfrente apuntan más bien a la idea de que la falta de participación no expresaría más que la solidez de la democracia en la que los ciudadanos son tan libres y creen de tal forma e intensidad en sus dirigentes que se dan el lujo de no participar en los procesos electorales y que ello no sería sino el sentimiento de apoyo o al menos de aceptación a las reglas de juego, a las instituciones y a los líderes políticos. Colmos: como si dijéramos que la expresión máxima de la elegancia estuviese en ser invisibles. Y tal vez sea verdad.

Historia menuda aparte y no trivial por tribal, mi preocupación se refiere al problema del consenso según el cual la mejor decisión colectiva es aquella que sin ser mayoritaria goza de un apoyo, que si bien no es abrumador, está lo suficientemente cargado de representación como para ser buena. Y es tanto así que luego de elegida es aceptada por «todos», que quiere decir «los más» numéricamente hablando, que han escogido ese sistema de decisión por considerarlo el más práctico y el más justo, porque permite que las sociedades avancen y lo que haya que hacer se haga. La torpeza o desatino estaría en buscar un consenso absoluto pues ello implicaría en la práctica una especie de limbo social y ello es impensable si damos por cierto el viejo dicho marxiano que reza: «Ninguna sociedad se suicida a sí misma».

Pero el consenso como método de conteo y decisión de mayoría relativa o selectiva esconde y enseña nuevamente aspectos de especial interés y no sólo conceptuales distintos a los que muestran el disenso y el ausenso como el de los sistemas democráticos excluyentes.

Así pues, ¿Cuánto de ausenso hay en el consenso? ¿Cuánto de ausenso hay en el disenso? ¿Cuánto de desilusión, de crisis de legitimidad, de apatía, de aceptación, de castigo, de desmoralización, de abulia, desapego, indiferencia traducida en abstención, están presentes en ese ausenso que caracteriza buena parte de los resultados de las elecciones en países democráticos? ¿Cómo medir el ausenso? ¿Qué implicaciones tiene esta realidad ausencial, si es que ella existe, en nuestro presente histórico, en nuestra vida como nación democrática, en nuestra biografía colectiva, en nuestra vida individual y cotidiana, todas cada vez más menos nuestras aunque cada vez más propias?
Un sistema político basado en el ausenso pende de un hilo. Lo que en estos tiempos que corren, valga decirlo, no es poco. Sumas y restas disponibles. Presente para sentir más que para ser explicado.

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