Humo, sal en el agua
Cuando trabajaba fuera de casa aprovechaba la agonía de los atascos para organizar las actividades de la oficina, esbozar el artículo del periódico o las líneas de alguna eventual conferencia y apaciguaba así el tedio y la molestia de permanecer dentro de un automóvil que avanzaba a ritmo de santa Rita por una autopista ansiosa por parecerse a la que Julio Cortazar inmortalizó en un relato de antología. Pero al final quedaba exhausto.
Menciono como ejemplo aleccionador el lento andar de la santa de Casia porque ¿qué prisa pudo haber tenido aquella virtuosa muchacha en su piadoso camino de perfección si las abejas del convento dejaban miel en sus labios y después de muerta se descubrió que su cuerpo estaba incorrupto? El hecho es que Caracas vive en permanente angustia y azoramiento por la inseguridad ciudadana y la incertidumbre política, pero también porque cuando en lugar de caminar por aceras reventadas y mugrientas y sorteando desperdicios de toda naturaleza decidimos trasladarnos de un lugar a otro en automóvil o en autobusetas cochambrosas es como si nos martirizáramos y aniquiláramos el alma al hundirnos en la crispante representación del infierno que es el tráfico caraqueño.
Tuve una terrible experiencia cuando al volante de mi automóvil quedé atrapado en uno de esos embotellamientos. En el canal de la izquierda también quedó detenido otro automóvil y su conductor, un hombre joven, deferente y encorbatado sonrió al verme y dijo: «¡Qué bueno vernos!».
Lo miré, insinué una ligera sonrisa mientras me preguntaba quién podría ser porque era la primera vez que lo veía; pero como uno aparece en la televisión y da conferencias, pues, la gente lo conoce a uno o nos recuerdan, pero no uno a ellos. Y le dije, tan sólo por mostrarme educado y buena gente: «¡Claro! ¡Tenemos que vernos para echar una parrafada!» y agregué sin saber que labraba mi propia desdicha: «¡Hace tiempo que no nos vemos!».
¡Nuestros carros y santa Rita seguían inmóviles! El hombre hizo un gesto de extrañeza; abrió aún más los ojos y dijo: «¡Pero, si hace un par de horas estuve en tu oficina!».
Sólo atiné a balbucear un: «¡Cómo va a ser!» y desvié la mirada. La marcha se reanudó de inmediato y me adelanté todo lo que pude con el propósito de dejarlo atrás, pero también él logró avanzar pero sin emparejarme. Entonces, cada vez que avanzaban los autos yo buscaba retrasarme para impedir cualquier posibilidad de diálogo con aquel hombre que había estado hablando conmigo hacía un par de horas y no sabía quién era, ni cómo se llamaba ni de qué habíamos conversado. Simplemente, aquel hombre había desertado de mi memoria; se había disuelto en cosa de horas, como si fuera humo, sal en el agua; un aire moviéndose entre las ramas de los árboles.
Y así me mantuve en aquel embotellamiento cortaziano: adelantándome cuando él quedaba rezagado o deteniéndome si se abría paso el canal en el que se encontraba.
Las veces que quedábamos emparejados yo fingía estar buscando algo en la guantera o miraba hacia otro lado como si estuviera desesperado o molesto por la lentitud de santa Rita.
Y mi carrito corcoveaba, atrás, adelante y, sobre todo, cuidando de no mirar al hombre que me seguía observando, preocupado tal vez por mi atolondrada manera de comportarme en la autopista sin saber que mi deleznable memoria había sumado un nuevo desquiciamiento a la agonía que nos eterniza sin piedad en el infierno caraqueño.