Opinión Nacional

Hombres con autoridad moral

“Lo que yo quiera callarme

déjenmelo para mí;

no me obliguen al desarme

de honduras que no rendí.”


Miguel de Unamuno.

HABLAR LIBREMENTE

Hay una carta de Unamuno dirigida a Luis de Zulueta, fechada el 20 de enero de 1906, en que su autor se refiere a varios artículos inconformistas y contracorriente que acaba de publicar. Sobre cuestiones disputadas y espinosas había escrito con claridad y denuedo, con el admirable coraje civil que siempre tuvo.

Pero no está seguro Unamuno de la eficacia que ello tenga. “Por mi parte -dice- tengo conciencia de hacer lo que puedo. Doy mi manifiesto. ¿Nadie se da por enterado? ¡Sigo en mis trece! Y vuelvo a la carga… Y llegaré a ser uno de los pocos españoles que puedan hablar libremente de todo”.

Recuerda Unamuno a Pi y Margall en sus últimos años, que “decía todo lo que le parecía”. Y añade esta mirífica frase: “Gozaba de una autoridad tal que nadie le discutía ni le hacía caso”. Y todavía escribe, sin poder dejar el tema, abandonándolo y volviendo a él como sin querer: “Aquí no se cree más que en los diputados a Cortes, y yo no pienso serlo. Y basta de esto. Me habla usted de Giner. Otro hombre con autoridad moral, es decir, otro hombre a quien nadie hace caso”. Y, por último, al despedirse de su amigo Zulueta: “Que Dios le libre a usted de adquirir autoridad moral en España es lo que le desea su amigo Miguel de Unamuno”.

Sabemos que en una gran parte del mundo nadie tiene esa autoridad moral, nadie puede contar con decir lo que quiere, aunque “caiga en el vacío”, porque si intenta decirlo cae el autor en alguna parte peor. ¿No valdría la pena pensar en qué países podría escribirse al inicio del siglo XXI una carta como la de Unamuno? Uno de los errores que cometieron los intelectuales del siglo XIX y de comienzo del XX fue no estimar adecuadamente la libertad que tenían, y así la pusieron en riesgo de perderse; la consideraron “natural” -y siempre- poca-, en lugar de reparar en que era maravillosa y casi milagrosa, expuesta e insegura, necesitada de ser ejercida, afirmada y defendida (las tres cosas).

Y todavía hoy, cuando con el pretexto de que no se tiene “plena libertad” se da por supuesto que “no hay libertad”, se compromete esa que hay. Lo decisivo es que en los países en que no hay libertad, nadie la tiene para quejarse de ello, y entonces parece que la hay.

Pero hay otro tema en la carta de Unamuno. Y es su convicción de que la “autoridad moral” viene a consistir en que al que la tiene “nadie le hace caso”, y por eso puede decir lo que guste. En cierto modo es así, ¿qué duda cabe? La famosa fórmula burocrática “Se acata pero no se cumple”, tiene su equivalente en la actitud de los hombres que frente a la verdad se encogen de hombros -o hasta hacen una reverencia- y pasan de largo. Es la voz del que clama en el desierto, ese desierto que parecen segregar los profetas y los hombres veraces.

Pero esto, que es verdad, ¿es toda la verdad? Resulta que ahora, a los ochenta y dos años de haber muerto don Miguel de Unamuno, leemos con avidez las cartas que escribió hace más de un siglo, cuando no nos acordamos ni del nombre de tantos a quienes “se hacía caso”, que “mandaban” (o creían que mandaban). ¿Quién se acuerda de la gran mayoría de los diputados, de los ministros, de los hombres “influyentes” de principios del siglo XX? ¿Quién se acordará de los de hoy?

Los profetas al cabo de milenios, siguen vivos. De sus palabras, que vieron caer sobre la arena calcinada del desierto, han bebido los hombres de innumerables generaciones. Los hombres con autoridad moral han aumentado la realidad -es lo que quiere decir la palabra “autoridad”-, nos han enriquecido, nos orientan, nos ayudan, tal vez deciden hoy lo que va a pasar mañana. ¿Quién duda de que hoy es Unamuno uno de los hombres más importantes de España? Y, frente a los destinados a pasar, se podría hacer, aguas arriba, la lista de los que se han quedado, de aquellos a quienes seguimos “haciendo caso” porque los necesitamos para ser, para entender la realidad, para hablar y escribir nuestra lengua, porque no somos sin ellos.

Históricamente, en el mundo terrenal, también hay “escogidos”, y también son pocos. Y frente a un prójimo tenemos siempre una impresión definida: si es uno de ellos, si no lo es. Que no nos engañen los elogios o las muestras de acatamiento: con frecuencia se dirigen a los que se espera que no van a quedar. Y como dijo el poeta: “¡Qué melancólicamente / va deshaciendo el olvido / todo lo que hemos creído / que duraba eternamente!”

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