Historia de dos países
Se ha dicho mucho que Venezuela es un país extremadamente polarizado, donde los pobres apoyan a Hugo Chávez y los ricos lo rechazan. Algunos han tratado de matizar este argumento, aduciendo que los pobres no apoyan en masse al presidente y que muchos en las clases media y alta, ya sea por oportunismo, clientelismo o empecinamiento ideológico, se han montado al tren del “socialismo del siglo XXI.” Pero lo cierto es que, así haya muchas excepciones, hay una fuerte correlación entre la condición económica de los electores y su voto. Así lo expresan casi unánimemente quienes han examinado con lupa los resultados de las pasadas elecciones presidenciales: en los municipios más pobres del país el voto tiende a ser chavista, mientras que en los más afluentes tiende a no serlo. Es decir: en Venezuela coexisten dos grupos que, como ciudadanos de dos países, tienen prioridades radicalmente distintas y ven la realidad a través de un prisma diferente.
Quienes leen estas líneas probablemente pertenecen al grupo de personas que se opone a Chávez y se indigna, con mucha razón, ante la deshiladura de la democracia en Venezuela. Aunque sin duda ha sido víctima de las mediocres políticas del presidente, este grupo, al menos en comparación a la mayoría de los venezolanos, aún vive bastante bien: se compra lujosos seguros de salud, sus hijos estudian en flamantes colegios privados y quizá hasta haya privatizado su seguridad plantando en la puerta de su edificio un vigilante 24 horas, o cercando su casa con una valla eléctrica parecida a las de las cárceles. Para este grupo algunos lujos –viajar, los buenos restaurantes, el gimnasio, Internet– no son en realidad lujos, porque probablemente no sabe que la mayoría de sus compatriotas no puede gozar de estos privilegios. Es el grupo de la Venezuela afluente –un grupo selecto que, como no se cansa de decir Chávez, tiene miembros oligarcas y corruptos, pero también muchos miembros admirables que luchan con empatía, efervescente imaginación y admirable espíritu cívico contra las actuales políticas de autoritarismo y sinrazón que, más que a ellos, perjudicarán en el largo plazo a los pobres.
El otro grupo vive en otro país más sórdido y peligroso. Su vida cotidiana consiste en lidiar con las bandas armadas del barrio, con prestamistas de baja estofa que amenazan de muerte a sus clientes y con policías abusivos que se entremezclan y confunden con los delincuentes. El agua caliente y la universidad, el dentista y los créditos bancarios, son lujos prescindibles, con frecuencia inaccesibles. Y el insomnio no es producto del estrés en la oficina, del tráfico de la ciudad u otros, como diría Borges, “problemas imaginarios,” sino de problemas reales como las pesadillas: tiros de pandilleros que irrumpen por las paredes y ventanas del hogar aterrorizando a los niños; pestilencias vertiginosas provenientes de las montañas de basura a la vuelta de la esquina; o enfermedades que para algunos –la minoría– son meros inconvenientes pasajeros, pero que para ellos –la mayoría– pueden ser traspiés de dimensiones trágicas. Es la Venezuela pobre, indigente, la que está conformada por esa mayoría que habita afuera de la cerca. José María Arguedas llamó a los campesinos de la Sierra peruana “la nación cercada” pero en Venezuela “la nación cercada,” como lo simbolizan esos vallados eléctricos que rodean las lujosas casas de La Lagunita y Prados del Este, está más bien conformada por la clase privilegiada.
Las frías estadísticas –que por sus inherentes limitaciones nunca dan un rostro humano a estos problemas– nos confirman la existencia de estos dos países. Para algunos venezolanos el agua caliente, comer bien tres veces al día y los excusados no son lujos sino necesidades básicas, pero este no es el caso para muchos de sus compatriotas: la mayoría no tiene calentador de agua, un quinto no tiene siquiera regadera y un número inaceptablemente alto (alrededor del 20 por ciento) no consume el mínimo de calorías diarias recomendadas y carece de acceso a saneamiento. Según el Censo Oficial 2001, el 10 por ciento más rico de la población concentra ingresos superiores a los del 60 por ciento más pobre, y además goza de cinco años más de escolaridad y de una tasa de desempleo cinco veces menor. Considerando estas abismales diferencias, no es de extrañarse que el discurso de la dirigencia opositora, que hasta ahora se ha concentrado en críticas a las tendencias autoritarias del gobierno, no tenga mayor resonancia en los sectores populares.
Porque lo cierto es que para los pobres, que tienen, a diferencia de la clase media y alta, necesidades muy urgentes, el hecho de que el Fiscal, el Defensor o los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia sean o no independientes no incide de una manera directa y visible en su vida cotidiana, así como tampoco lo hace la dictatorial ley habilitante, los vapuleos a la libertad de prensa o las amenazas a las ONG. La inmensa mayoría apoya la democracia y piensa que el voto es la mejor manera de cambiar las cosas, pero para ellos democracia, más que fiscalización y separación de poderes, es “sentirse” representados por el que está allá arriba, en los alvéolos de la administración. Equivocadamente –aunque la ceguera es comprensible si uno se pone en sus zapatos– colocan mayor peso en esas políticas asistenciales e insostenibles que los ayudan a sobrevivir y afectan su día a día que en el daño que pueda estar infligiendo Chávez a las instituciones democráticas y la economía del país –un daño que, por los demás, para muchos no es evidente.
Allí reside el genio de las “misiones” o los bienintencionados –aunque selectivos– programas sociales alimentarios, de salud, educación e identidad que, bajo la asesoría de la dictadura cubana y con un grueso fajo de petrodólares, Chávez ha implementado a lo largo del país. Sondeos revelan que más de la mitad de la población se declara beneficiaria de los centros de venta de alimentos subsidiados (los Mercales), un porcentaje un poco menor de la Misión Identidad y un tercio de los centros de salud. Así estas misiones sean extremadamente corruptas e ineficientes –como ya lo han sugerido algunos estudios–, no puede subestimarse el efecto que tiene en la popularidad de Chávez el establecimiento de más quince mil Mercales y más de dos mil centro de salud en los sectores pobres. A eso hay que sumar el crecimiento económico impulsado por los siderales precios del petróleo. Chávez no es el primer dictador ni será el último cuya popularidad se beneficia de una bonanza.
La falta de comprensión de la realidad de esta Venezuela pobre y de los efectos de las misiones es evidente en algunas de las actitudes de ciertos sectores de oposición. Que algunos opositores tildaran de “vendidas” a ciertas reputadas encuestadoras que daban a Chávez ganador antes de los comicios revela una comprensible paranoia producto de las continuas picardías y barrabasadas del gobierno. Pero también revela cierta incapacidad de comprender como alguien puede votar por Hugo Chávez. Lo mismo se puede decir del retiro de las elecciones legislativas de 2005. Creyendo que el país veía la situación desde su mismo punto de vista, e interpretaría el boicot como una protesta a la falta de condiciones electorales justas, los candidatos opositores cometieron el más grave error que ha cometido la oposición desde el advenimiento de Chávez en 1998.
¿Significa esto que los opositores del presidente deben abandonar el discurso de defensa a la democracia? No, al contrario: debe reforzarlo e enriquecerlo con argumentos sólidos ya existentes sobre las bondades de la separación de poderes. Pero también debe poner mucho más peso en las políticas sociales, como lo ha hecho la izquierda moderada en Brasil, Chile y Uruguay. La oposición –como ya lo ha hecho antes– debe meterse en los barrios para entender cabalmente las necesidades de los pobres, y buscar un discurso y una política social que tome en cuenta estas necesidades. Ya Manuel Rosales, Primero Justicia y COPEI han tomado pasos en esta dirección, anunciando el establecimiento de redes populares para penetrar los barrios indigentes del país. Estos esfuerzos deben ser el foco de la estrategia de la oposición. Un dato alentador que arrojan los resultados electorales es que en los municipios pobres donde la oposición ha mantenido presencia el voto chavista no es tan fuerte.
El gobierno venezolano no es el único que ha cautivado a los pobres a través de sus políticas sociales. En el sur del Líbano Hezbolá ha establecido desde hace años servicios sociales bastante populares y ahora, con fondos iraní, están ayudando a reconstruir los hogares destrozados por los recientes bombardeos. Hamás en Palestina y la Hermandad Musulmana en Egipto también tienen una agenda social activa. Para competir exitosamente con estos populistas y fanáticos, los demócratas capitalistas del mundo deben promover políticas que resuenen no sólo en las clases acomodadas, también en esos sectores pobres que, a lo largo y ancho del tercer mundo, constituyen la mayoría.