¡Hijo: Soy un padre equivocado!
Conversando con mi hijo Eduardo Abel un día de los recientes y en una de esas lidias que se enfrentan en la actualidad cuando se conversa, discute o analiza, con un adolescente que, además, es hijo de uno; estando asimismo en esa posición de comprensión amorosa, enfrentamiento de argumentos, paciencia retroalimentada -y a veces insospechada-, le expresé a él la frase que titula esta nota.
Le dije: ¡realmente ahora comprendo que he vivido mi vida y su fase de padre -especialmente- de manera equivocada! Le plantee cosas como las que siguen.
Yo creí que, como me enseñó mi padre y mi madre, había que ser responsable con los hijos. Había que guiarlos (y hasta como le escuche recientemente a otro padre de manera muy madura, dejarlos lo mejor posible). Juzgué que la familia era lo fundamental. Aprecié que la vida había que llevarla lo más ordenadamente posible, aunque no todo deba ser rigor (como le oí alguna vez –estando muy joven- a algún valioso venezolano a quien admiré). Estimé que había que estudiar porque recibí tantas veces de mi madre la expresión “el estudio es lo que les va a quedar”. Valoré que la vida había que cuidarla, incluso querer el cuerpo y lo completo que lo tuviéramos, en el contexto de aquella expresión popular que oímos miles de veces “el que no oye consejo no llega a viejo”. Consideré que, aun con los modernismos, los tiempos, las diferencias de contextos y otros asuntos, hay algo que no se compra en la esquina, que se puede ser moderno pero que la preparación y el sentido antropológico de la cultura en cuanto a cultivarse y mejor aun a percibir que es la manera como hacen las cosas, es algo fundamental para avanzar y ser mejores cada día. Pensé que todas esas ideas, valores o guías, podían ser de utilidad para la crianza de los hijos, expresándoles que se diviertan pero que estudien y se cuiden y nunca pierdan el valor de la familia. Más aun estipulé que, siendo en algunos casos las comunidades y los grupos impuntuales, no cumplidores de promesas o cualquier otra particularidad, uno debía ser diferente, si así lo sentía y lo hacía ser feliz. Me levanté en la idea del respeto a los padres, a las normas que llevan estos o alguno de ellos y a ciertas costumbres valiosas. En fin, le dije a mi hijo Eduardo Abel en mi recordada conversación: ¡pero hoy me he dado cuenta que nada de eso es así y que yo soy un padre equivocado!
Él me miraba, se sonreía suavemente, comía y me dio la impresión que pensaba en las cosas que acababa de decirle. Tomé aire, aliento, fuerza, me recordé de los impulsos vitales y de la noción de felicidad -en cuanto a que ella consiste en hacer lo que a uno lo hace sentir bien- y realice un malabarismo de inflexión, diciéndole ahora lo siguiente.
Pero sabes hijo, cuando pasen los años, cuando yo haya digerido lo que te acabo de plantear, cuando haya decidido poner en ejecución una nueva manera de apreciar las cosas -totalmente contraria a la que tuve hasta el día de hoy donde me he caracterizado con acciones y conceptos equivocados tal cual te expresé-, habrá un momento en que -te insisto, habiendo pasado ya varios años- mire en derredor y hacia atrás y, seguramente, me conseguiré un conjunto de padres y madres haciendo lo mismo que yo intenté hacer y creyendo en lo que creía. Esto es, me conseguiré padres y madres equivocadas que estarán haciendo lo que yo hacía. Le puse varios ejemplos de familias que he observado y valoro en sus desempeños y, en particular, algunas vinculadas con una de mis dos hijas. Descubriré ahí entonces Eduardo Abel –le dije- que me equivoqué al pensar que yo era un padre equivocado.
¿Sabes por qué eso seguirá siendo así? le pregunté. Como su mirada y todo su cuerpo eran pura atención y no parece albergaba en ese momento respuestas orales, yo le respondí: eso será así porque ese es el secreto de la humanidad. La humanidad es humanidad, Eduardo Abel, porque hay numerosos padres equivocados que practican la importancia de los valores, la familia, el valor de ella en la sociedad y de aquel viejo concepto –con todas las críticas y ajustes que puedan hacérsele- que aprendimos muchísimos años atrás, de que la familia es la célula de la sociedad.
Cuando terminé de decirle estas cosas, Eduardo Abel continuaba observándome y oyéndome. No me comentó nada oralmente. Pero me hizo inmensamente feliz notarle una gran sonrisa que me pareció indicar que había valorado mi conversación y lo que trataba de transmitirle. El me lo inspiró.
A algunos seguidores en el siglo XX –en las prácticas aberrantes del socialismo real- de los pensadores que en el siglo XIX propusieron las ideas socialistas y comunistas, se les describió como que querían destruir la familia, quitarle los hijos a los padres y asuntos relacionados. Efectivamente, algunos, en estos ámbitos, le daban y le dan un primado a los procesos sociales y culturales globales de una nación. Y, ciertamente, la sociabilidad del ser humano tiene gran importancia en la escuela, las normas, los movimientos sociales y otros menesteres. Pero, el ser humano no es puro contexto. Como explicar si no fuese así, el que habitantes de la llamada Cuba revolucionariaria que han sido criados y adoctrinados desde niños, terminen apreciando el capitalismo y arriesgando su vida en una balsa.
Pero también, recuerdo la impresión notable que me produjo la lectura de la novela Walden Dos –publicada hace unos sesenta años- del destacado científico o analista del conductismo B. F. Skinner, donde hay también una propuesta clara de cuestionamiento a la familia y a la necesidad de estructurar mecanismos alternos.
Realmente la familia –sea cual sea su espacio o ubicuidad-, igual que la democracia, no es perfecta, pero no se ha inventado todavía algo mejor. Su valor para la propia existencia de la humanidad efectivamente es fundamental.