¡Gooool!
“Pásala, pásala”, grita el muchacho correlón a la sombra que vuela a sus espaldas. “Céntrala,” exclaman desde la banca los que sudan salados. “Remata”, puja la tribuna que desea concretar en victoria la faena de los jugadores que codician meter un gol entre las redes. Avances y defensas en escenario rectangular persiguiendo la luna a trompicones. Espacio y tiempo se evaporan creando una realidad paralela en la que los sentidos se machacan en una lealtad a toda prueba. Ahí se espera que lo den todo, porque la vida está para darse en esos noventa fingidos minutos en los que estamos tan cerca de ser dioses. El fútbol es como olvidarse de uno mismo.
Porque de una pasión se trata y si el toreo es arte que aborrezco, el fútbol es ejercicio de titanes. Así lo siento yo y aquí lo digo sin ambages. Yo, otra vez, que traté y no pude ser más que practicante asiduo más por soledad y fiebre que por virtud del rudo juego colectivo del hombre más excelso, en el que no se intenta ni se puede borrar el genio individualizado. Miope y enclenque lo intenté pero más pudo la realidad que el sueño de verme entre los grandes que recibían copas y medallas. La mente quería pero el cuerpo no dejaba, a pesar de tener todo listo con tanta antelación, de embetunar zapatos para ir a meterme por aquellos berenjenales polvorientos o fangosos a dejar las canillas y lo que fuera a cambio de que lo metieran a uno en el partido.
La felicidad, la gloria, era estar allí, jugar si se podía, compartir siempre, sentirse parte de algo, aprender la victoria, la derrota, llorar hasta la sangre si quedaba. Ya lo decía mejor Albert Camus, Premio Nobel de Literatura: “Lo que sé acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”.
En el ejercicio de esta pasión, donde el músculo es tan sólo un instrumento, se conjugan demasiadas palpitaciones y no exagero al opinar que sea el invento humano más trascendente de la historia pues condensa y supera a la rueda, al fuego, las leyes de la física, la moral, las religiones o la filosofía. Si algo nos identifica con el humano que todavía podemos llegar a ser es su existencia y práctica. Los jugadores son estrellas que pasan pero el juego queda allí, sin dueño, para que cada quien lo intente y aprenda a conocerse a sí mismo y se supere.
Y todo gira alrededor de una pelota, su manejo, el arte que se esfuerza en dominarla. Redondez que rueda, brinca o se desliza, relación que se establece entre una piedra esférica que no es sino imagen y semejanza de lo terrícola que somos. Allí reside nuestra más clara identidad. Es un camino para huir de la muerte y ascender, en ese instante en que se juega, a latitudes a las que poco transitamos, acorralados en el itinerario vaivén del hacer diario. Por todo esto, en estos días magistrales, hay que andar por el fútbol, acompañar el juego y trasladar amor y frustración a unas banderas que representan a la humanidad de todos.