Golpistas sin gloria
(Comentarios al libro de Manuel Malaver)
El libro recientemente publicado por el reconocido periodista Manuel Malaver, titulado Golpistas sin Gloria (Caracas: Ediciones Los Libros de El Nacional, febrero 2012), constituye a mi modo de ver un importante aporte al estudio de la historia política venezolana de estos convulsionados tiempos. El libro conjuga una serie de virtudes que de una vez señalo:
En primer lugar está bien escrito y la narración fluye de manera armoniosa y grata para el lector. El autor logra comprimir con encomiable poder de síntesis, en ciento treinta páginas rigurosamente argumentadas, una historia compleja y repleta de vicisitudes, y lo hace de manera ordenada, sin que el hilo central que guía la trama se pierda en medio del análisis de los eventos y la evaluación de su significado. En segundo término Malaver logra equilibrar el diagnóstico de un proceso colectivo, que tuvo como actores a una sociedad entera y sus instituciones, sus frustraciones, anhelos y quimeras, con el impacto de la acción de individuos concretos así como de pequeños grupos, que con sus decisiones, ejecutorias y omisiones torcieron el rumbo del país en direcciones que ellos mismos no siempre previeron o desearon.
En tercer lugar el autor tiene el mérito de reivindicar, en lo que es justo hacerlo, el esfuerzo de Carlos Andrés Pérez y quienes le acompañaron en su dramático segundo gobierno, dirigido a abrirle a Venezuela un camino distinto al del parasitismo petrolero. Malaver destaca que el famoso “paquete” de reformas introducido en 1989 no fue tan sólo el producto de una convicción ideológica, de una fijación dogmática acerca del imperativo de sacar a Venezuela de su adicción al oro negro, sino también el resultado de una nefasta realidad económica, que había dejado al país prácticamente en la bancarrota después de la tumultuosa década de los gobiernos de Herrera Campins y Lusinchi.
En cuarto lugar el estudio de Malaver posee el mérito de señalar sin ambigüedades la miopía e insensatez de individuos y grupos, como Rafael Caldera, Arturo Uslar Pietri, Juan Liscano y el resto los denominados “notables”, quienes con suprema irresponsabilidad se abalanzaron a través de la tentadora e incierta puerta abierta por los militares golpistas en febrero y noviembre de 1992, sin medir adecuadamente las consecuencias de ese paso al borde del abismo. Malaver analiza además el papel muchas veces torpe, egoísta y también irresponsable de partidos políticos, medios de comunicación, de las élites económicas y de numerosos intelectuales, colocados en el epicentro del huracán de ambiciones y revanchas que se desató en Venezuela a partir de esa crucial coyuntura, y que el autor califica como “una de las olas de irracionalidad e irresponsabilidad más destructivas de que tenga memoria la República” (pág. 43).
En el capítulo final de su obra, titulado “golpe sin castigo”, el autor lleva a su conclusión la historia que de manera tan amena y aguda relata a lo largo del libro, y nos recuerda que Hugo Chávez salió de la cárcel mediante un “sobreseimiento” que en verdad dejó en suspenso y sin sanción su traición a la Constitución a la que debía lealtad como soldado. Para ese momento Chávez, sumido como siempre en los ensueños del heroísmo revolucionario castro-guevarista, todavía no aceptaba a plenitud que la futura conquista del poder podía lograrse mediante los mecanismos institucionales de una democracia a la que había decidido liquidar. No obstante, tampoco se cerraba del todo a una opción que finalmente adoptó, persuadido por la capacidad de convicción, la sagacidad y veteranía políticas de tres permanentes “inacabados” y consentidos de la Cuarta República: Luis Miquilena, José Vicente Rangel y Manuel Quijada.
No puedo en esta reseña abordar todos los temas que creo de interés para el debate en el libro comentado, así que sólo tocaré tres de ellos.
Comparto, por un lado, la evaluación que hace Malaver sobre los orígenes y propósitos del “paquete” de reformas económicas de Pérez y su equipo de tecnócratas. El mismo no surgió de la nada; tuvo sus raíces en el patente fracaso de un modelo económico que para entonces ya mostraba inequívocos síntomas de agotamiento y que venía reproduciendo la pobreza en lugar de disminuirla. Ese modelo condenaba y sigue condenando a Venezuela a los vaivenes del aumento o reducción de unos precios petroleros cuya oscilación escapa a nuestro control; es un modelo que además ha transformado a Venezuela en un país de pobres mendicantes de gobiernos todopoderosos, de gobiernos capaces –como lo hemos comprobado estos pasados trece años—de entronizar en el poder a un caudillo que tenga la audacia y carencia de escrúpulos para dominar sin limitaciones institucionales o éticas el Petroestado.
El reto que Pérez intentó afrontar sigue planteado para la Venezuela de hoy. Ahora bien, habiendo dicho todo esto, es necesario admitir que Pérez se sobreestimó, y no preparó adecuadamente el terreno político para sostener un cambio económico que afectaba no solamente poderosos intereses creados en el seno de las élites, sino la misma concepción que millones de venezolanos tenían y tienen de sí mismos, como legítimos receptores de un reparto rentístico que por derecho les “pertenece”. En vista de la enorme cautela hasta el momento mostrada por el candidato presidencial de la oposición democrática, electo en las elecciones primarias del 12 de febrero de 2012, y de la naturaleza de su mensaje que combina el neo-populismo con una etérea esperanza en un indefinido “progreso”, resulta evidente que la nueva dirigencia política democrática ha asimilado las enseñanzas de prudencia que arroja la experiencia vivida entre 1989 y 1998. No obstante, no está claro aún que aparte de asumir una línea de moderación táctica, comprendan también en su justa dimensión la naturaleza del desafío que enfrenta Venezuela, en cuanto a la necesidad de reducir la dependencia petrolera, dejando atrás la condescendencia demagógica que condena a la mayoría a una pobreza parasitaria financiada por el Estado. La cautela táctica es bienvenida en este dilemático año de 2012, en la medida que no implique la claudicación principista frente al populismo.
Por otra parte, si bien Malaver acierta en un sentido profundo, que tiene que ver con los valores y los principios, cuando califica en el propio título de su obra a los militares insurectos de 1992 como “golpistas sin gloria”, es ineludible admitir que, por desgracia, en otro plano de la realidad esos militares ambiciosos e irresponsables sí vieron recompensadas su tropelía histórica y traición institucional. La ausencia de “gloria” en el plano de los principios no implica necesariamente la falta de “gloria” en el plano del poder. Aunque sea triste admitirlo, Chávez ha repetido en nuestro país la historia bárbara y brutal del caudillismo latinoamericano, que como escribe el autor “es casi un tatuaje en la historia del subcontinente” (pág. 29). El líder de la asonada de 1992 reencarnó en su persona la imagen, hondamente grabada en el inconsciente colectivo, del “capataz con un fuete en la mano y un fusil al hombro” (pág. 44), que viene a “poner orden” y a decretar para siempre la “justicia social”. Una historia repleta de falsos redentores no ha bastado todavía para que los latinoamericanos en general, y los venezolanos en particular, enterremos finalmente el fatal atractivo que el mesianismo político ejerce sobre nuestros espíritus.
De allí la relevancia y pertinencia de las reflexiones que formula Malaver a lo largo de su libro, cuando intenta responder a la pregunta de cómo fue posible que Venezuela pasase nuevamente, a pesar de cuarenta años de experiencia de un régimen que, con todas sus fallas y limitaciones, hacía factible la elección libre de nuevos gobiernos en un tiempo definido, a la situación que hoy tenemos, signada por la autocracia, el asfixiante peso de la bota militar, y la absoluta incertidumbre acerca del rango constitucional de la nación. Esa pregunta esencial, dice el autor, no ha sido planteada con la nitidez necesaria, y escribe: “es de sospechar que la razón reside en nuestra incapacidad de admitir la contundencia de un fracaso nacional, de un gran fracaso nacional: el fracaso de no haber entendido qué es una democracia, cuáles son sus fortalezas y debilidades, qué beneficios reales le aporta a una sociedad, cómo los mismos no se cifran en espejismos, ni fantasías, y cómo las imperfecciones con que a menudo tropieza en su camino no son sino herramientas para perfeccionarla y consolidarla” (pág. 55).
Por último, la lectura de este interesante y lúcido libro me lleva de modo casi inexorable a esbozar una crucial interrogante: ¿qué se vislumbra como destino cercano para nuestra Venezuela, luego de haber experimentado dos décadas de secuelas históricas generadas por los golpes de Estado de 1992?
En la ruta de esbozar una respuesta, cabría ante todo evaluar qué ha aprendido el pueblo venezolano de esta experiencia. En ese orden de ideas pareciera que no sería acertado abrigar expectativas excesivas. Numerosos indicios sugieren que lo que ha hecho Chávez no es más que llevar a su clímax natural la lógica y la dinámica internas del Petroestado. Tal lógica y tal dinámica, como lo muestran varios ejemplos de países petroleros en otras latitudes, consiste en distribuir la renta entre la población, pero no mediante la creación de sistemas educativos, de salud y transporte, entre otros, que faciliten el avance de las personas; tampoco mediante la generación de actividades distintas a la explotación petrolera y capaces de crear empleos estables y productivos. No, no se trata de eso. El clímax del Petroestado consiste en la distribución directa de dinero a la gente, como se hace hoy en Venezuela a través de las denominadas “misiones”, en tanto las estructuras educativas y de salud, la infraestructura y las actividades industriales y agropecuarias languidecen o desaparecen de un todo. Ya que, según parece, unos doce millones de venezolanos dependen directa e indirectamente de tales “misiones”, cabe imaginar cuán difícil será para cualquier gobierno distinto al actual promover el pasaje de nuestro pueblo de esa estéril dependencia hacia el esfuerzo productivo.
Tomando en cuenta lo ocurrido estos pasados años: la división deliberada del país suscitada desde la Presidencia de la República, las persecuciones y abusos, la sumisión de todas las ramas del poder público a un autócrata y el evidente deterioro de la economía del país y de su sociedad, acosadas por el crimen y la corrupción que por todos lados campean, así como la transmisión desde la jefatura del Estado de una visión de la política que estimula el odio y descarta la convivencia; en vista de todo ello, repito, resulta desalentador constatar que Hugo Chávez, el “golpista sin gloria” de 1992, continúa aún recibiendo elevados índices de aprobación y apego entre vastos sectores populares. Semejante realidad constituye, a decir verdad, una muestra inequívoca de atraso y primitivismo políticos en el plano de los valores y principios que dan forma a una sociedad civilizada. Al mismo tempo, esa lamentable realidad pone de manifiesto el enorme esfuerzo que aguarda a las fuerzas democráticas, que en medio de la desolación de estos años oprobiosos han mantenido viva la llama de la esperanza en un futuro mejor para nuestro país. La lucha prosigue y no queda otra opción que mantener el ánimo en alto, conservando de modo especial la fe en el aporte de las nuevas generaciones.