Goethe (1749-1832)
“¡Hay que mostrar valor,
que sólo a los que aman
alto guía el amor!”
Goethe
LA VOZ DEL GRAN ENAMORADO
El 28 de agosto de 1749 nació en la ciudad de Francfort del Main Johann Wolfgang Goethe. Fue el más grande entre los poetas de su patria y uno de los más grandes de todos los tiempos y de todos los países. Amó mucho. Pero su razón acabó sometiendo a su corazón. De aquí la serenidad imponente de su clasicismo, cuyas raíces eran del romanticismo más desaforado.
Goethe fue un niño prodigio, dotado de una preclara inteligencia, recibe una selecta formación dirigida por Herder, quien le inicia también en la poesía grecolatina y le aficiona a los clásicos de épocas posteriores. Su primera expresión lírica es entre idealista y sentimental, y así se expresa en varios de sus Lieder, donde a la armonía y simplicidad une las notas de lo popular.
Su primer amor se lo inspiró la joven Gretchen, cuyo nombre debía inmortalizar en el Fausto. En Leipzig, donde estudió Derecho, tuvo un nuevo amor, la señora Von Böhme, esposa de un catedrático suyo. Ella le introdujo en la alta sociedad. Poco después tuvo un nuevo amor: Ana Catalina Schoenkopf, hija de su patrona, a la que dedicó su primera comedia, La locura del galán. Enfermo de pecho a causa de un accidente se puso en manos de un médico alquimista, Behnsch, preceptor del joven conde de Lindenau, que le inculcó la naturalidad, la serenidad y la tersura en el estilo, la claridad en las ideas, el amor por las letras patrias.
En 1770 vivió en Estrasburgo, para continuar sus estudios, por entonces, sintió la pasión más profunda de su juventud: el amor de Federica Brion, hija de un pastor protestante. En 1772, estando en Wetzler, una nueva pasión: Carlota Buff, novia de un amigo suyo. Publica a los veinticuatro años su primer drama, Godofredo de Berlichingen, de tema histórico, en pro de la justicia vista desde un modo heroico-romántico, y siguiendo la dramaturgia de Shakespeare. Y más romanticismo. Algún amigo suyo se suicida. Goethe emocionado, publica su Wherter, que causa sensación en el mundo. En ese drama de amor reúne las que luego serán las líneas del movimiento romántico alemán: unión con la naturaleza, ternura y a la vez violencia sentimental, anhelo vago por la vida idílica, por una felicidad nunca precisada…
Ya famoso, en 1775 llegó Goethe a Weimar. Y otra gran pasión: la de Carlota von Stein, dama de la corte, esposa del caballerizo mayor que tenía siete hijos. En la línea dramática de Shakespeare, presenta a Egmont, héroe de la libertad.
En 1786, Goethe emprendió el anhelado viaje a Italia: Verona, Venecia, Bolonia, Roma, Nápoles. Estudió mucho. Admiró mucho. Asimiló mucho. La señora Stein no le perdonó aquella larga ausencia ni sus amoríos con la joven y bella Cristina Vulpius, que en seguida empezó a darle hijos.
Goethe traba amistad con Schiller y trabaja con él en muchas publicaciones, revistas e incluso en un poema épico, Herman y Dorotea. Höderling estando un día de visita en casa de Schiller, encuentra a un desconocido en quien no repara. Ese mismo día se entera que el desconocido era Goethe. “Que Dios me ayude -escribía Höderling- a reparar mi desdicha y mi estupidez”.
En 1806, en Weimar, conquistada por las tropas francesas, se encontraron Goethe y Napoleón. Y se comprendieron y quedaron amigos. En 1810 terminó la impresión de la Teoría de los Colores, obra que se reputaba como la mejor de las suyas.
Una vez más, después de haberse casado con la madre de sus hijos, Goethe, a la senectud, cayó bajo la soberanía de una mujer. Era esta Mariana von Villmer, recién casada con un banquero de Francfort amigo del poeta. La correspondencia entre Goethe y Mariana, duró hasta casi el día de la muerte del gran enamorado.
Terminadas, en 1831, dos de sus obras fundamentales Poesía y Verdad y la cuarta y última parte de Fausto, la propia autobiografía de Goethe, la obra de toda su vida, Goethe exclama con la máxima sinceridad: “¡El resto de mi vida puedo ya considerarlo como un puro regalo!”. En la mañana del 22 de marzo de 1832, apoyó su cabeza en el sillón y se durmió definitivamente, sin que una mueca ensombreciera su expresión augusta. Antes de dormirse se le ocurrió murmurar: “¡Luz! ¡Más luz!”. Ante sus restos mortales desfilaron más de doscientas mil personas, con un sincero sentimiento en el que se traducía el convencimiento de que acababa de perder Alemania uno de sus genios culminantes, el más luminoso hasta entonces.
No cabe una critica, ni siquiera un nuevo elogio, de la obra de Goethe, el más grande de los poetas alemanes. Con Homero, Virgilio, Dante, Shakespeare y Cervantes forma el grado más alto en la literatura universal. Su talento era avasallador. Su sentimiento era voraz.
De sus obras destacan: Wherter, Clavijo, Guillermo Meister, Tasso, El triunfo de la sensibilidad, Ifigenia, Herman y Dorotea, Poesía y Verdad, Egmont, Elegías romanas, La campaña de Francia, Teoría de los colores, La metamorfosis de las plantas, Las afinidades electivas, Fausto…
De todas ellas, la cumbre es esta última. La idea de escribir Fausto la concibió Goethe en su primera juventud. Y reformándolo, añadiéndole, perfeccionándolo, se le pasó toda la vida.
El Fausto de Goethe es, sin duda -decía Ortega y Gasset-, una de las cimas más alta de la cordillera poética…” Y Menéndez Pelayo exclamó con entusiasmo: “No hay sentimiento de alguna importancia que no tenga en sus libros el punto de partida”.