Globovisión y el terror de la palabra
Esa palabra que aventará a la tiranía no necesita de un canal de televisión: necesita fortaleza y comunicación vital. Esos oyentes, no deben conformarse con ver a sus comunicadores preferidos haciendo carantoñas: deben asumir el destino de la Patria en propias manos. Las tiranías no caen por el arrase de chicas del rating: caen por la legítima indignación de sus víctimas.
A @hcapriles
Se ha contado hasta la saciedad y puede que resulte majadero volver a repetirlo. Pero es necesario hacerlo, cuando los espacios dejados por las dictaduras para que brote un rayito de libertad se estrechan hasta extremos tan increíbles, que quien sepa hacer uso de ellos y logre romper las claves de la oscura opresión que persiguen, puede convertirse en un héroe. O en presidente de la República.
Fue lo que le sucedió al abogado y economista chileno Ricardo Lagos en los postreros días de la dictadura del general Augusto Pinochet, cuando en medio de la campaña por el plebiscito que decidiría si dejaba o continuaba en el Poder, se permitió la insólita osadía de romper los esquemas de 17 años de tiranía y haciendo a un lado la mano censora que quiso impedirle que se expresara más allá de lo estrictamente permisible en un programa de televisión del Canal 13, de la Universidad Católica de Chile, se volvió hacia las cámaras y apuntando con su dedo acusador a un imaginario general Pinochet que suponía viéndolo desde el Palacio de Gobierno – y no podía ser de otro modo bajo el reinado de una tiranía en que no se movía una hoja sin que él no lo supiera – le espetó a bocajarro hasta qué grado de indignidad llegaba su ambición, si tras diecisiete años de gobierno ininterrumpido pretendía seguir gobernando por otros 8 años más, como sucedería si se aprobaba el SI.
El escándalo fue tan descomunal, la impresión fue tan devastadora, el impacto tan irremediable, que el joven académico prácticamente desconocido por el gran público se convertiría de la noche a la mañana en el líder más destacado y con mayor futuro de la alianza opositora. En pocos minutos había nacido un estadista, ante la vista asombrada de todos los chilenos.
No es en absoluto comparable al “por ahora”, cuando un teniente coronel golpista, que llevaba años conspirando ante la silente complacencia de sus superiores y que traicionara su juramento apropiándose de las armas de la República para atentar contra el Estado de Derecho, le fuera permitido por parte del ministro de la defensa la gracia de soltar su andanada de segundos asesinos. Lagos estaba solo en medio de una espantosa tiranía. Arriesgaba la vida. Chávez estaba protegido por el grueso manto de la traición de las fuerzas armadas y largaba su farsante perorata mientras esperaba almorzar cómoda y graciosamente acompañado por quienes no lo rozaron ni con el pétalo de una rosa. Para ellos, un soldado ruin y cobarde valía infinitamente más que un tribuno civil, constitucionalmente electo.
Es bueno recordar ambas anécdotas, para que se vea lo útil que puede ser un resquicio, cuando se tiene lucidez, coraje e integridad moral para aprovecharlo con un mensaje verdadero y profundo, y lo inútil que puede resultar la mal entendida “libertad de expresión”, cuando sirve para atizar la tea de las llamas incendiarias del golpismo y la traición. O sirve de válvula de escapa a merecidas y necesarias indignaciones históricas.
Esos minutos arrebatados por Ricardo Lagos a la censura inquisitorial de los generales cambió el rumbo de la historia chilena. Gracias a una oposición que supo enfrentar la tiranía y desalojar del poder al tirano sin canales de televisión, sin medios impresos ni radioeléctricos y sin contar siquiera con partidos políticos, sindicatos u otras formas de lucha propias de sistemas y regímenes democráticos.
Pero la dictadura chilena no se andaban con melindres ni se travestía de democracia plebiscitaria. No corrompía adversarios ni compraba anuencias. Tampoco usaba quinta columnas. No necesitaba llegar al insólito expediente de arruinar adversarios y comprarle medios. Como sucede con una dictadura corrompida, la misma que un periodista paraguayo tuviera la lucidez y el acierto de bautizar como “dictadura puta”. Una dictadura de tomo y lomo, pero prostibularia, corrompida y corruptora, que gana apostando todas sus bazas a la seducción, el adormecimiento y la inocente complicidad de las víctimas. A las que hace creer que aún gozan de “espacios de libertad”, cuando yacen encadenados en el sopor del consumismo. Una dictadura a la que le venía muy bien un canal de oposición, mientras sus reglas del juego no se vieran súbitamente amenazadas por un tempestuoso cambio de las mareas volitivas de sus ciudadanos.
Tres hecho han determinado la precipitación de la compra, silenciamiento y castración de Globovisión: la muerte de Chávez, la victoria de Capriles, la derrota de Maduro. Mientras Chávez asegurara el control de la estulticia nacional, Globovisión podía jugar el rol del ratón ante el gato maullador. Muerto y desmoronado su régimen, una sola palabra de Capriles puede aventar la putrefacción reinante. Otro Vladisilvazo, y Maduro, Cilia , Molero y Diosdado vuelan por los aires con su culo al descubierto.
De allí la apuesta de la historia: esa palabra que aventará a la tiranía no necesita de un canal de televisión: necesita fortaleza y comunicación vital. Esos oyentes, no deben conformarse con ver a sus comunicadores preferidos haciendo carantoñas: deben asumir el destino de la Patria en propias manos. Las tiranías no caen por el arrase de chicas del rating: caen por la legítima indignación de sus víctimas. Es el ejemplo que la primavera árabe dio. Es bueno recordarlo.