Globovisión
Tregua armada, escalada o zarpazo final: al margen de cómo concluya el caso Globovisión, quedan cuatro lecciones a retener sobre la manera como Chávez dirigió con feroz empeño su ataque a ese pequeño y eficaz portavoz de la oposición cuyo fair play político, sin ser celestial, es incomparablemente más democrático que el del latifundio mediático presidencial.
Obediente a la sugerencia de Fidel («Lleguen a donde hemos llegado nosotros, pero con democracia»), Chávez en persona ha venido fabricando durante un bienio, en paranoico crescendo, una implacable matriz de opinión contra ese canal; 269 insultos y amenazas de cierre, 88 agresiones físicas por escuadras fascistas paragubernamentales, 49 vetos de acceso a información pública, 22 actos judiciales, 4 investigaciones fiscales y 11 sanciones administrativas. De guinda: terrorismo de Estado colateral contra propietarios de la planta, cual el grotesco asalto con armas de guerra a una de sus residencias para secuestrar trofeos de caza.
El presidente Chávez, autor intelectual y principal ejecutor material (con abuso de posición dominante) de tan letal matriz de opinión, queda eo ipso incurso en el delito que tipifican los artículos 286, 297A y 444 del Código Penal reformado en 2004 por lumbreras de la Asamblea como Carreño, Flores, Maduro, Tascón y Varela para castigar con uno a seis años de prisión a quienes «incitan al odio entre habitantes» o «exponen al desprecio u odio público». A añadir: la violación del artículo 19 de la Declaración Universal, «el derecho…
a no ser molestado a causa de sus opiniones», un derecho ¡tome nota, señor Presidente! «que la ley misma no puede prohibir» (Constitución bolivariana de Angostura, 1819).
Estrategia fundamental de dicha matriz de opinión es la construcción de «expedientes previos», una técnica muy soviet para prefabricarle a la víctima el motivo de su liquidación. El jefe del Parlamento cubano, Alarcón, digamos, ama repetir que en Cuba no hay presos políticos, y que los escasos prisioneros son conspiradores terroristas porque a sus casi 400 encarcelados por delito de opinión les han inventado cargos de agentes extranjeros. Fedro, el fabulista latino, estigmatizó hace 20 siglos esa canallada en la parábola del lobo que quiere comerse al cordero amparado en «expediente previo»: lo acusa de ensuciarle el agua que bebe (el cordero está aguas abajo), de haberlo insultado 6 meses antes (el cordero no había nacido aún), hasta que se ve obligado a comérselo sin expediente.
Hay que prestar atención a los insultos e incitaciones a odiar del presidente Chávez por dos razones: primero, porque sus huestes los convierten en patentes de corso (su antisemitismo talibán indujo la profanación de la sinagoga; los ataques de La Piedrita y Lina Ron a Globovisión venían prebendecidos; su odio orgásmico a la mitad del país que ahora apoda «oligarca» sugirió al Metro una surrealista eliminación de estaciones «que sólo benefician a la oligarquía»); y segundo, porque evidencian su pulsión nazi (o infantil) a acusar a los demás de lo que pudiera acusársele, lo que convierte sus denuncias e insultos en autocalificaciones.
Este hábito lo ha llevado a no ver más la viga en su propio ojo.
¿Cómo puede acusar al conductor de un minicanal opositor de «loco con cañón que atenta contra la salud mental del país», un presidente que lleva 1.800 violadoras «cadenas» radiotelevisivas y ha atosigado a los venezolanos durante casi 3.000 horas a razón de 46 minutos diarios los 365 días del año? ¿Con qué vergüenza moral pide «a quien aún… piense racionalmente en Globovisión» que se autocensure para evitar el cierre? El que necesita entrar en razón y recordar que es presidente de todos los venezolanos es el propio Chávez: que hable menos, gobierne más y dé el buen ejemplo desinfectando esa letrina que es su VTV. Sólo él pudiera dar vida a una desescalada mediática, que sí aliviaría a este pobre país destrozado por tanto resentimiento y prepotencia cuartelera.