Opinión Nacional

Genealogía del hombre nuevo

La idea moderna del «hombre nuevo» fue esbozada por Rousseau, autor que profesó una fe inquebrantable en la capacidad de los cambios políticos para transformar al ser humano, «sustituyendo en su conducta el instinto por la justicia y dando a sus acciones la moralidad que les faltaba antes» (Contrato social, Libro I, cap. VIII). Simón Bolívar, siguiendo a Rousseau, creyó también en el potencial de ciertos arreglos institucionales para hacer mejor al hombre en el plano ético. Poco se menciona su intento específico de establecer el llamado Poder Moral, presentado al Congreso de Angostura en febrero de 1819 como anexo a su Discurso y parte de su diseño constitucional. Dicho documento pone de manifiesto, a la vez, un apego ingenuo a la posibilidad de acrecentar la virtud ciudadana por medios políticos, así como una férrea disposición a utilizar el adoctrinamiento colectivo como método para moldear conciencias.

Marx y los marxistas dieron forma más acabada a la utopía del hombre nuevo. La aspiración de Marx era que la concreción de la sociedad comunista daría origen a «la resolución definitiva del antagonismo entre el hombre y la naturaleza y entre el hombre y el hombre» (Manuscritos económico-filosóficos de 1844). Es innegable que el pensamiento socialista procura sustentarse sobre un esfuerzo de cambio moral, dirigido a erradicar el egoísmo y hacer del ser humano un ser «bueno» en el sentido cristiano del término. Este anhelo se palpa en algunos escritos de Ernesto Che Guevara, en especial su texto de marzo de 1965, «El socialismo y el hombre en Cuba». En el mismo, y frente a la abrumadora evidencia empírica que le contradecía, Guevara argumentó que «El hombre, en el socialismo, a pesar de su aparente estandarización, es más completo; a pesar de la falta del mecanismo perfecto para ello, su posibilidad de expresarse y hacerse sentir en el aparato social es infinitamente mayor».

El hundimiento del socialismo real, su asfixia de la libertad, y el desengaño en que culminó son asuntos en torno a los cuales pareciera innecesario insistir. No obstante la actual realidad venezolana, y el empeño del régimen chavista en proclamar el socialismo y el renacimiento del «hombre nuevo», nos demuestra tres cosas. Por una parte que el mito socialista siempre resurge de sus cenizas, pues remueve aspectos irracionales de la existencia y se vincula al resentimiento y al deseo de perfección que persigue al espíritu humano. Por otra parte, que la idea de un hombre éticamente bueno, como producto del cambio socialista, es ingrediente clave del mito. Y finalmente que el socialismo proporciona a la ambición de poder una coartada atractiva y un instrumento de concentración del mando. De tal modo que la gradual destrucción de la democracia representativa y de la descentralización, el colapso de la división de poderes, y la agudización del culto a la personalidad que hoy presenciamos en Venezuela se ajustan a la quimera socialista. El socialismo del siglo XXI es, al menos en alguna medida, una cortina de humo que oculta el avance autocrático.

Los documentos emitidos por los voceros ideológicos del régimen «bolivariano y socialista», sus declaraciones a los medios de comunicación y escasos artículos y ensayos revelan un enorme vacío intelectual, pues su contenido no va más allá de las exhortaciones moralizantes a las que se hizo tan adicto el Che Guevara, y que hacen suspirar todavía a algunos espíritus románticos. En segundo lugar se expresa en estos textos el ánimo predicador que estimula a los pregoneros del hombre nuevo. A la manera de cruzados resurrectos quieren combatir el egoísmo. De allí que el temple del mensaje sea cuasi-religioso, y no cabe extrañarse de que el caudillo venezolano, principal emisario de la buena nueva, se compare con frecuencia a Jesucristo y asuma su proyecto político como una especie de apostolado. Por último, el mito del Socialismo del siglo XXI elude a rajatabla una confrontación honesta y crítica con la evidencia de fracaso histórico que suministra el socialismo real del siglo XX.

Son claros los motivos para ello. Lo que la trágica experiencia de la Unión Soviética, de sus naciones satélites en Europa oriental, de la China maoísta, Corea del Norte y Cuba demostró es que lejos de crear un hombre nuevo el socialismo aplasta la libertad y produce seres moralmente disminuidos, que no extirpan el egoísmo sino que lo atenazan en sus almas deviniendo esclavos de la represión colectivista. La pretensión de hacer moralmente mejor al ser humano luce noble en teoría, mas convertida en proyecto político desemboca inevitablemente en opresión. El «hombre superior» de los nazis enarbolaba una moral pagana, en tanto que el «hombre nuevo» socialista remeda y distorsiona un ideal de santidad. Su consecuencia práctica es la misma: servir de pretexto al drama del poder total.

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