Fronteras marcianas
Póngase usted a ver dónde hemos venido a llegar, pero en estos días marcianos, mirando el firmamento, me acordé sin exigencia voluntaria, como quien se acuerda del cumpleaños de alguien, del hecho cierto de la sentencia emanada del Consejo Federal Suizo del 24 de marzo de 1922, a solicitud de Colombia y Venezuela para que ese ilustre jurado internacional se pronunciara sobre la siguiente duda: “¿La ejecución del Laudo puede hacerse parcialmente, como lo sostiene Colombia, o tiene que hacerse íntegramente, como lo sostiene Venezuela, para que puedan ocuparse los territorios reconocidos a cada una de las dos Naciones y que no estaban ocupados por ellas antes del Laudo de 1891?”
En medio de tales cavilaciones, por supuesto y por carambola, me topé con el Laudo original, el español, también dictado en otro marzo, pero de 1891, solicitado para que el árbitro resolviera sobre la controversia ya cincuentenaria de límites que había comenzado en 1830, con la separación de la Gran Colombia. Tres años después, en 1833, ambas naciones, a través de los plenipotenciarios Lino de Pombo, colombiano él, sabio y cartagenero para más señas, y Santos Michelena, erudito también y maracayero para mayores precisiones territoriales, prepararon y presentaron un proyecto de “Tratado de Amistad, Alianza, Comercio, Navegación y Límites”, que fue aprobado al año siguiente por el Congreso de Colombia y rechazado por el Congreso de Venezuela ya tarde en 1840.
Estos pasos llevaron a un tercero, más grave todavía, que fue el de la firma del Tratado entre Venezuela y Colombia sobre Demarcación de Fronteras, firmado en Cúcuta, ya no en marzo sino en abril y de 1941, en el que ambas naciones declaran que la frontera está “en todas sus partes” definida y que “todas las diferencias” sobre materias de límites “quedan terminadas” y que reconocen como “definitivos e irrevocables”, los trabajos de demarcación hechos por las “Comisiones Demarcadoras” en 1901 y que se reconocen recíprocamente y “a perpetuidad y de la manera más amplia” el derecho a la libre navegación..
Si usted se pone a ver, el lenguaje no engaña. Es una muestra de sangre de la acción y del pensamiento, de la mentira, de la verdad o del encubrimiento y en el excesivo tono de ese Tratado de 1941, que acabamos de citar, se puede descifrar la desmedida ambición de uno y la enmascarada irresponsabilidad del otro. Excesos y defectos juntos a la vez como la luna que es redonda.
Tanta erudición vertida para que casi todos sigamos sin saber dónde están nuestras fronteras. Porque en eso de alcabalas los límites han tenido sus capataces. Desde la época colonial, mientras Miguel Ángel levitaba pintando los frescos de la Capilla Sixtina, aquí militares y curas, espada y cruz, se adueñaban de esas tierras de nadie, que eran como el descubrimiento del paraíso terrenal. Luego vinieron los historiadores, los políticos o los diplomáticos, a meterle diente a ese mundo estrambótico para tratar de comprenderlo y dominarlo al mismo tiempo.