Fidel, Chávez y el planeta de los simios
Suena contradictorio y lo es, pero no ha sido el amor, ni siquiera hacia los pobres, el principal acicate de las izquierdas. Particularmente en sus expresiones más extremas. Como lo escribiera el Ché Guevara negro sobre blanco: ha sido el odio. Considerado el principal combustible de la energía revolucionaria. El odio y su necesaria consecuencia: la destrucción de lo odiado. Con tanta saña, tan cruel y metódicamente llevado a sus extremas consecuencias, que de lo odiado no deben quedar ni han quedado ni siquiera las huellas. Su propósito es hacer tabula rasa con aquello de que se apoderan. Arrasarlo. Devastarlo. Llevado a sus miserables y tercermundistas dimensiones, lo que Chávez y su zarrapastra cambalachera de ladrones, estafadores, embaucadores y asesinos han logrado en estos 14 años: ni moral, ni muchísimo menos luces. Así suene a metáfora y sea una espantosa realidad.
El modelo a seguir está estatuido desde 1848, año de la primera publicación del Manifiesto Comunista. Desde la trágica invención de la bomba atómica y su espantoso empleo bautismal en Hiroshima y Nagasaki, sólo en una oportunidad estuvo la humanidad a punto de volver a vivir la pesadilla apocalíptica: en octubre de 1962, cuando Fidel Castro estuvo a un tris de presionar el botón rojo que provocaría el holocausto nuclear sobre los Estados Unidos, desatando la tercera conflagración mundial, que muy posiblemente hubiera arrasado con la vida sobre el planeta.
Hasta el día de su muerte, Fidel Castro considerará que no habérselo permitido arrebatándole de las manos la cohetería necesaria para disparar una ojiva nuclear sobre Washington fue la gran traición de Nikita Kruschev y el más descomunal error cometido por la Unión Soviética desde octubre de 1917. Cuando llevado por inoportunas consideraciones de salvaguarda de la paz universal, los rusos desestimaron el sacrificio que les ofrecía Castro: inmolar su isla y las vidas de sus millones de habitantes en aras de la construcción del comunismo a escala planetaria. Así fuera sobre las ruinas de una civilización devastada. Digno del planeta de los simios.
Ni siquiera Hitler aspiró al delirio de la destrucción planetaria. Sus odios, que se lo devoraban vivo, se reducían y concentraban en los judíos. E incluso en los eslavos. Un respeto casi reverencial por los ingleses, el pueblo por el que mayor admiración sentía en el mundo, lo llevaría a desdeñar un ataque masivo, en serio, con todas sus fuerzas sobre la Gran Bretaña. Lo que a la larga terminó por llevarlo a la gran derrota. Las islas británicas serían la plataforma para la apertura del segundo frente y la invasión a gran escala que vino a complementar la que Stalin había iniciado desde el Este, en autodefensa de su propio sobrevivencia.
Pero el odio de Fidel Castro hacia los Estados Unidos no tiene parangón en la historia contemporánea. Un odio que pudo terminar en cataclismo si los soviéticos no hubieran comprendido que seguir apoyando a esos desaforados y excéntricos enanos barbudos del Caribe poseídos de un afiebrado delirio mesiánico podía llevar a la humanidad a la mayor catástrofe de su historia.
En una prueba de madurez política que lo honra, Kennedy prefirió transar Cuba por Turquía y dejar que el delirio agónico del marxismo en su fase terminal se devorara sus propias vísceras, auto fagocitándose en el esperpento de la isla del Dr. Castro. Como en la novela de Julio Verne. Un altar al odio, al fanatismo, a la tozudez, al rencor de una familia con pretensiones bíblicas.
Recuerdo a diario esos días de pesadilla cuando la Casa Blanca decidió el bloqueo y se aprestó a librar una batalla naval con la armada rusa venida supuestamente en auxilio del gorila ilustrado. Ha pasado más de medio siglo, los odios habrán envejecido y el rencor se habrá reducido a un pequeño fulgor de pocas brasas. Pero basta para mantener encendido el odio oligofrénico de esa izquierda latinoamericana y caribeña borbónica, miope y mezquina que se niega a entender que estamos en los albores de colonizar algunos de nuestros planetas. Que el socialismo es la vía más seguro a los abismos del infierno, que va siendo hora de sacar la cabeza del estercolero y abrirnos a las grandes avenidas del progreso, la prosperidad y el entendimiento entre las naciones.
¡Cuánta razón tenía Gramsci cuando escribió en sus Cuadernos de la Cárcel, hundido en las mazmorras de Mussolini, sin pensar que hacía un autorretrato de la izquierda: “sólo tú estupidez, eres eterna”!