Opinión Nacional

Farrruco y su Rumba Flamenca

1.-

¿Qué hay en un nombre? se pregunta Shakespeare en Romeo y Julieta (Acto Segundo, escena 2: amanecí pedante).

¿De qué está hecho el misterio «preformativo» (como diría uno de esos autores posmodernos que glosa Rigoberto Lanz) que hace que de un nombre se desprenda una imagen?.

Se me ocurre comenzar con esa cita isabelina y esa perplejidad estrictamente mía porque cuando leo o escucho la palabra «Farruco» me resulta sumamente dificultoso pensar en un ministro de la cultura.

La voz «Farruco» invariablemente suscita en mi mente la imagen de una tapa de callos con garbanzos servida en una tasca cutre de La Candelaria. Oigo decir «Farruco» y pienso de inmediato en el guitarrista flamenco de un tablao sevillano para turistas.

No me pasa lo mismo cuando leo, por ejemplo, «André Malraux, ministro de cultura de la IV República francesa». No pienso entonces en un funcionario gaullista, sino en «L’Espoir» o en las «Antimemorias» y, desde luego, en una frase de Malraux que viene mucho a cuento en estos días: «la cultura es lo que, en la muerte, continúa siendo la vida».

De igual forma, si leo o escucho decir «Pilar Miró», no pienso en la Directora General de Cinematografía española que en los años setenta logró la recuperación del Festival de Cine de San Sebastián, sino en la singularísima cineasta que dirigió de «El crimen de Cuenca» y aquel otro extraordinario film, «El Perro del Hortelano», que en 1995 obtuvo siete premios Goya.

Lo dicho: me hablan de Farruco a secas e inmediatamente pienso en una fabada, aunque últimamente me ocurre que leo o escucho hablar de Farruco Sesto, así, con nombre y apellido, y pienso inmediatamente en Manuel Fraga Iribarne, el ministro de información y turismo del franquismo agonizante.

¡Eso es!: Farruco Sesto es nuestro Manuel Fraga, aunque un Fraga más bien desleído e inane: tiene la misma arrogancia gubernamental y la misma frágil epidermis ante la crítica y la disidencia que hizo famoso al longevo antiguo funcionario franquista, pero el nuestro no le iguala en talento para operar políticamente.

Es decir, igual que Fraga, a Farruco también le gustaría tener la última palabra. Lástima que el campo de su competencia ministerial esté todavía demasiado lleno de gente respondona, de actrices y directores de teatro, de artistas plásticos, de escritores, críticos y fomentadores del quehacer cultural; en fin, de gente individualista, difícil e insumisa. ¡Quién fuera como Fraga! ¿Verdad, señor ministro?, para sacarnos a todos de circulación con sólo una llamada a la Disip.

2.-

A nuestro Fraga le gusta publicar cartas abiertas para presumir de escritor. Le escribe, por ejemplo, a Joan Manuel Serrat y a Joaquín Sabina. Lo hace con un tonito condescendiente, para ofrecerles una «explicación» más bien propia del departamento legal de una agencia inmobiliaria de porqué no se permitió cantar a Alejandro Sanz en el Poliedro.

Llegado aquí, propongo traer aquí un comentario de Javier Marías. (Para mejor inteligencia de lo que sigue, Farruco, te ilustro sólo un poquitín para no aburrir: Javier Marías es un novelista madrileño, es posible que estés ya enterado. Es hijo de un célebre filósofo orteguiano llamado Julián con quien no hay que confundir a Javier.

El Marías de mi cuento se alzó, en los ignominiosos tiempos que precedieron a la era del Gran Timonel Hugo Chávez, con el Premio Rómulo Gallegos, otrora famoso por la independencia de sus jurados, y hoy reducido a una especie de Premio de Consolación «Casa de las Américas» del siglo XXI para ancianitas simpatizantes de Chávez, como la señora Elena Poniatowska, motivo fósil de la izquierda borbónica latinoamericana.)

En un artículo/ensayo suyo titulado «De la actual dificultad de insultar»[1] [1], dice Marías: «Hablando estrictamente, casi nada ofende ya de veras (aunque a veces se finja la ofensión), y los taxistas, los camareros y las putas se ven cada vez en mayores aprietos para dar con la palabra justa, con aquel improperio que desarme a su contrincante o, por lo menos, lo exaspere tanto como para pasar a los hechos. El insulto debe ofender, y si no lo hace acaba congelándose en la boca de quien lo profiere».

Sugerir, como lo hace Farruco según una singular lógica «transitiva» en una de sus últimas «cartas persas», que los pacíficos firmantes de una breve carta de protesta por las prácticas punitivas del Minpopocultura, tenemos las manos manchadas de sangre y somos cómplices de los asesinatos de abril del 2002, no logra siquiera el propósito de ofender. Con ello Farruco sólo alcanza a cambiar de tema.

Y el tema de la carta que lo emplaza es el cariz estalinista y liquidador de la vida cultural de nuestro país con que el Manuel Fraga de la Revolución Bolivariana entiende la disidencia y la crítica.

3.-

Con todo, hay que reconocerle a nuestro Manuel Fraga el logro espiritual de dar, ya casi en la vejez, con su verdadero yo y propalarlo en sus cartitas abiertas. El renacer espiritual que ahora le permite al antiguo monaguillo de Alfredo Maneiro distinguir el bien del mal se debe a su encuentro con Swami Sabanetanda Chavezanda.

A él debe Farruco haber podido quitarse la venda de los ojos para descubrir, ¡al fin!, ¡nunca es tarde!, que Violeta Rojo, Tulio Hernández y otros viejos amigos suyos, como en vida lo fue también Jesús Tenreiro, «a quienes alguna vez les otorgué, en mi alma, un certificado de buenas personas», son ni más ni menos que delincuentes con cuentas de sangre pendientes.

«Otorgar», «Certificar»; verbos burocráticos donde los haya. «Nos las debe»: giro amenazador que delata, a un tiempo, el talante resentido y la impotencia. Respecto a esta última, me pregunto: ¿Porqué no promueve de una vez Farruco por ante la Fiscalía General una imputación por las muertes del 11 de abril de los venezolanos que firman la carta contra el apartheid cultural chavista? Porque no tiene los cojones; por eso. Manuel Fraga lo habría hecho; Farruco no sabe llegar hasta allá. Farruco escribe poemas que musicaliza Xulio Formoso y luego hacen recitales en familia.

Termino con una máxima de Sandy Koufax, sublime lanzador zurdo de los Dodgers de Los Ángeles: «La tarea de un pitcher se reduce a infundir miedo.» Esfuérzate más Farruco, porque en verdad tus «respuestas» no infunden nada. Ni siquiera miedo.

Mejor una de rioja y pónnos otra de manchego y jabugo, ¡ala, Farruco, venga!

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