Opinión Nacional

Fábula del dedo congelado

S upe del suceso que hoy traigo a mis lectores hace muchos años, en mitad de la llamada «transicion española», aquel tiempo auspicioso ( y proceloso) que siguió a la muerte del dictador Francisco Franco.

La prensa peninsular experimentaba sus primeros días de absoluta libertad en muchas décadas y, aunque los desmanes del morbo amarillista que acompañan estos períodos no se hicieron esperar, se compensaban con creces por la aparición de un vigoroso periodismo de ideas. Pero debo decir que el suceso que ha vuelto a mi memoria lo espumé en la prensa amarillista de entonces, que el hecho me impresionó vivamente ( espero poder compartir con ustedes el porqué) y que la rivalidad real o imaginaria entre Diosdado Cabello y Nicolás Maduro, tan invocada de ordinario por los analistas criollos, me ha devuelto el relato de dos hermanos muy pobres y amantísimos que una vez leí en la prensa amarilla española, a fines de los setentas.

Mi cuento de hoy es, por cierto, un cuento andaluz , un cuento de pobretones andaluces, acaso agitanados. Dos hermanos, últimos vástagos de un anciano jubilado del gremio ferroviario. Rondarían ya los cuarenta y eran solteros ambos. El vejancón había muerto hacía ya unos años. El viejo había sido analfabeta toda su vida. Ahora, una palabra o dos sobre el venerado padre de mis dos gitanos. Según recuerdo, el viejo había sido guardagujas de estación, un oficio que no requería destrezas especiales, de modo que, al jubilarse, el vejete siguió tan analfabeta como siempre. El quid de mi cuento es que el viejo jubilado ferroviario no sabía firmar y, para cobrar su modesta pensión, debía imprimir su dedo pulgar en una libretica.

Al paso que envejecía y se le hacía más difícil acudir a la oficina local de Renfe para cobrar sus cuatro pesetas, los hijos lo hacían por él: el viejo imprimía el pulgar en la libretica y uno de ellos iba al pueblo «a por la pasta». Así, durante muchos años, hasta que el viejo enfermó y murió de muerte natural, como ojalá nos pasara a todos.

Aquí es donde este cuento pastoral se tuerce hacia una tragedia gitana de García Lorca porque, siendo ambos andaluces un par de ganapanes sin escolaridad ni talentos especiales, toscos y embrutecidos por el demasiado vino malo de las tabernas y el poco pan de sus vidas miserables, se preocuparon muchísimo al pensar en que, fatalmente, perderían la pensión del viejo y tendrían que decir adiós a la platita de la administración ferroviaria. En su desesperación, no se les ocurrió mejor cosa que amputarle subrepticiamente el dedo pulgar al cadáver de su venerado padre y conservarlo en formol a manera de «fe de vida».

Al cabo de un tiempo, cuando llegó la hora de cobrar la siguiente remesa, sacaron el arrugadito y renegrido pulgar del frasco de formol, le adosaron desmañadamente una especie de mango de madera que asemejaba el pulgar a un sello seco. Y durante un tiempo defraudaron macabramente los dineros públicos sellando la libretica con la reliquia de su amado padre.

Entre quincena y quincena, guardaban el pulgar en una bolsita de plástico que metían en el freezer. Dije más arriba que, al morir el viejo, esta historia se tornó «garcialorquiana» y ahora mismo les cuento el porqué: uno de los hermanos conoció a una mujeruca en el pueblo, se enamoró de ella y la llevó a vivir con ellos.

No sé por qué imagino a esa Dulcinea con bigotes, cabello enmarañado y vestida totalmente de negro, pero en estos cuentos andaluces cuando surge una mujer entre dos gañanes, aunque no sea una Penélope Cruz, lo que tiene que pasar, impepinablemente pasa y, así, el hermano solterón le tumbó la jeva al hermano recién casado.

No tengo claro si hubo duelo a navajazos, lo que sí recuerdo es que el marido los sorprendió en el camastro, que hubo trompadas y empellones y gritos y que los amantes huyeron del sitio, dirigiéndose velozmente a la estación del tren. El hermano burlado, quizá procurando ponerse algo de hielo en algun chichón abrió el freezer y, ¡oh dolor, oh sorpresa, oh ignominia! : ¡el dedo pulgar había desaparecido! Los amantes habián sumado ruindad al escarnio y se habían llevado la fe de vida.

El burlado, furioso, los alcanzó en la estación. Los trenes españoles no son muy puntuales y por eso los halló todavía aguardando un medio de transporte para ir a vivir su amor donde nadie supiera de ellos. Allí mismo los mató, a tiros de escopeta.

La prensa de la época daba cuenta de que, en el tejemaneje de la Guardia Civil, de viajeros alarmados, empleados del ferrocarril, el médico forense y los mirones, desapareció para siempre la fe de vida.

Como casi todo lo que escribo a vuelapluma, esta fábula no tiene moraleja. O mejor dicho: yo creo que sí la tiene, lector, pero usted debe encontrarla.

@ibsenM

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