Opinión Nacional

Eugenio Montejo al encuentro con lo sagrado

Quién podía imaginar que en la madrugada me enteraría de la partida definitiva del poeta y amigo Eugenio Montejo. Sentí frío, aún estoy aterida por su viaje hacia donde no hay aviones ni barcos, ni nada. Solamente la sombra de su ausencia y sus libros que siempre me rodearon.

En 1998 escribí una nota sobre el poemario Trópico Absoluto, uno de los libros que más he leído en mi vida. Vuelvo a las líneas que llevaban como título Al encuentro con lo sagrado: La poesía de Eugenio Montejo es una conversación, con su propio ser. Y es un viaje hacia su concepción del mundo, una re-creación del universo a través del lenguaje. Trópico Absoluto, un libro de cincuenta y cinco poemas, publicado por Fundarte en 1982, conduce a una ciudad presentida en medio de la vegetación cerrada verdinegra del trópico. Ciudad de muros que cuentan su historia entre millones y millones de árboles abrazados, frescos como las noches de primavera:

”No vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire

seguí el cortejo de sombras ilusorias
que dibujan sus mapas

Nada vi parecido a Manoa
ni a su leyenda.
Anduve absorto detrás del arcoiris
que se curva hacia el sur y no se alcanza.
Manoa no estaba allí, quedaba a leguas de esos mundos,
_ siempre más lejos.”

Ciudad habitada por la luz de la palabra, entramada con versos vegetales:
”Me envuelven los ávidos anillos
de esta luz anaconda.

Sus lianas de cal van atando mis huesos. “

Luz, testigo del tiempo y espejo de otra luz que ilumina más allá de los sentidos, más allá de esta tierra de gracia y también de peligros:
”Me dejaron solo a la puerta del mundo
poeta expósito cantándome a mí mismo

Mi único padre es el deseo
y mi madre la angustia del huérfano en la tierra.”

El ritmo en la poesía de Eugenio Montejo, tiende un puente al encuentro de su razón de ser en el mundo:
”No adivino mi origen, mi futuro
y aunque por sangre soy fiel a las palabras
puedo jurar que cuando escribo
proviene como yo de algo muy lejos…”

Estos versos revelan su misión de poeta. Confiesa que “soñó ser pájaro/ y no trajo las alas para el vuelo”. Se equivoca, él levanta vuelo sobre su propio ser y encuentra su propia luz que lo conduce a Manoa, la ciudad legendaria:
”Subo en las alas del pájaro que vuela
me oigo cantar en él más allá de la muerte…”

Escuchemos el canto antiguo del poeta, que no le pertenece porque nos pertenece a todos. En cada hombre hay un lugar que aún no hemos encontrado:

”Manoa no fue cantada como Troya
ni cayó en sitio
ni grabó sus paredes con hexámetros.”

Montejo ha descubierto que “Manoa no es un lugar/sino un sentimiento.” Es también la mujer amada:

“ La que amo duerme lejos, en otro país, en otro mundo
aunque su cuerpo al lado me acompaña.
Cierra los ojos y desaparece,
se va, la noche me la niega.”

El deseo del poeta es la alquimia que transforma a la ciudad en mujer: “Toda mujer que amamos se vuelve Manoa”, aquella sin la cual se es un cuerpo inerme, un universo detenido.

La fascinación que obra Aquello que nos falta, nos persigue desde la infancia, nos atrae como si estuviéramos incompletos. De pronto, aparece alguien a quien no habíamos visto jamás y ese ser se vuelve la parte de nuestro ser que andaba perdida. Desde ese instante, la persona encontrada se nos hace imprescindible, no podemos estar sin su presencia o, al menos,
sin su memoria: “Descubre tu presencia/y máteme tu vista y hermosura;/mira que la dolencia/de amor, que no se cura/sino con la presencia y la figura” , dice San Juan de la Cruz en su Cántico Espiritual. ”No hay aviones que lleguen adonde se dirige/ninguna palabra me borra su silencio” dice Montejo. El ser amado no es sustituíble por nadie ni por nada.

Así Eugenio Montejo, encuentra a su amada transformada en sí mismo, confundida con la ciudad que soñó. Confiesa su experiencia con lo sagrado. Como él dice a Miguel Szinetar en una entrevista publicada en el diario El Nacional: “la poesía es una bendición, porque uno tiene la certeza, cuando se vincula con ella, incluso como lector, de que la poesía es la última religión que nos queda, substratum de lo que en un tiempo fue lo sagrado en la tierra.”

En el poema “La Durmiente” de Trópico Absoluto, el poeta es un testigo de la muerte transitoria: “La que amo duerme lejos, en otro país,/en otro mundo,/aunque su cuerpo al lado me acompaña. Montejo aguarda su regreso: “Su cuerpo está conmigo pero adentro ,no hay nadie/…una llama dorada titila/y nunca se apaga.

Poeta de alto vuelo, vuelo de águila hacia su propia alma, que se refleja a veces en un rostro, un río, un árbol:
“En los llanos estuve
tierra adentro, hacia el alba de soles salvajes
donde la única montaña es uno mismo”

o su caballo.
”Es inútil resistirse. Aquello que anhelamos nos llama en las llanuras y en los mares, en las ciudades y en los bosques:
En las vastas planicies estuve
dejando que mi cuerpo se borrara en sus ríos

Nada traigo conmigo

salvo sensaciones,
asombros
poesía.”

Como los antiguos héroes, busca aquello que habita “en la otra luz del horizonte” y cuando está cerca, se extiende más allá, “al fin del arcoiris que nace en El Dorado”. ¿Qué es, si no, la vocación de plenitud sembrada en el espíritu, qué significa la vocación de ser, ser siempre?
Algo muy adentro le habla de otra ciudad, de otro mundo:
”Cuando me vaya de la tierra dormido
todos mis poemas volarán por el aire
…retornaré al lugar donde me hallaba
antes de haber nacido.”

Montejo viaja con la punta de un lápiz en el atlas del universo:
”Si Dios no se moviera tanto
en las ondas del agua,
en el sol o en los cuerpos. …”

Eugenio, “no hay aviones que lleguen adonde se dirige”. El viaje de Eugenio Montejo con la punta de un làpiz por el atlas de Dios, al encuentro con lo sagrado.

Ahora tu viaje es para siempre. Ya nos veremos para que nos cuentes donde encontraste a Dios, ¿o lo llevabas en tu alma?

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