Estómagos que matan
Un amigo nos envía por Internet el inventario minucioso de las 27 denuncias de magnicidio que ha hecho Chávez a lo largo de su ya atosigante mandato. Repite la cantaleta de que lo quieren asesinar desde 1999 cuando su popularidad era tan avasallante que cualquier intento de liquidarlo habría
causado una conmoción nacional, casi una guerra civil. Ese lamento, de costumbre pre-electoral, va siempre unido a la revelación de conspiraciones fraguadas por el Imperio en las que participan unos desconocidos ex militares cuyas fotos ni siquiera aparecen en la prensa. La característica esencial de los supuestos complotados es que ya están retirados y es por demás sabido que el más poderoso de los generales pasa, el día siguiente de su retiro, a mandar apenas en su casa y no es seguro que así ocurra. Un general sin comando es como diría Willian Lara, una noche sin luna. Otra condición que deben llenar los conspiradores y magnicidas in pectore, es ser borrachos y bocones. Es después de despachar varias botellas de güiski cuando a los militares sin mando se les suelta la lengua y empiezan a revelar sus planes macabros sin percatarse de que los están grabando.
Sin duda que este gobierno ha instalado en el país un estilo por demás novedoso para juzgar y condenar a quienes amenazan las vidas y bienes de la población. Para entenderlo hay que advertir que hay un solo tipo de ciudadanos con derechos y con corazoncito: los chavistas. El resto, es decir
quienes nos oponemos al gobierno, no existimos y por consiguiente cualquier desgracia que nos suceda no les mueve una pestaña a los encargados de garantizar la paz social. Por alguna razón nunca se sabe quiénes realizan los secuestros, secuestros express y demás delitos de que son víctimas las personas “del Este” como nos llama a los opositores, la comandanta Lina Ron,
una suerte de Hebe Bonafini sin pañuelo blanco en la cabeza pero con una ensortijada melena teñida de amarillo mazorca.
Ese estilo al que nos referimos es el siguiente: cualquier hijo de vecino que grite en un supermercado que a Chávez hay que matarlo o que los militares deberían sacarlo a patadas, es candidato a pasar varios años en cualquiera de las cárceles venezolanas donde los presos se matan y violan entre sí y
mueren como moscas. Pero cuando el Alcalde de Caracas Freddy Bernal dice que hay que quemar vivos a los conspiradores (es decir a todos los que no somos chavistas) o cuando la comandanta Ron declara abiertamente que su gente tiene armas suficientes para arrasar con el Este de Caracas, no pasa nada. Ni siquiera la Oposición se detiene a analizar esas amenazas porque ya sabe cómo corrieron y en dónde se escondieron esos guerreros de la revolución el 11 y 12 de abril de 2002, cuando Chávez renunció o lo renunciaron.
El gobernador del Estado Miranda Diosdado Cabello, amenaza con una guerra si alguien le toca un pelo o cabello a Chávez y denuncia abiertamente al gerente general del canal de TV Globovisión Alberto Federico Ravell, de ser el jefe de la conspiración. Otros extienden las denuncias hasta Miguel
Henrique Otero, director y dueño del diario El Nacional. Las demandas por difamación que prosperan rapidito cuando el denunciado es un funcionario del régimen, resultarían no solo inútiles sino motivo de burla si las intentara alguna de esas personas señaladas tan alegremente como criminales. Solo un
chavista recalcitrante e irredimible puede ignorar que lo que se prepara es el terreno para liquidar los escasos medios de comunicación que aún se atreven a desafiar al oficialismo.
Nadie mejor que Chávez, cabecilla del fracasado golpe del 4 de febrero de 1992 y Diosdado Cabello, jovencísimo participante en el sainete aéreo que reincidió en el propósito de derrocar a Carlos Andrés Pérez el 27 de noviembre de ese mismo año, saben lo difícil que es dar un golpe exitoso en Venezuela. Desde la expedición del Falke en 1929, hasta las ya mencionadas intentonas chavistas de 1992, pasando por el alzamiento del coronel Hugo Trejo el 1º de enero de 1958 y por todos los que le siguieron después de la caída de Pérez Jiménez para derrocar a Rómulo Betancourt, el fracaso rotundo ha sido la regla. Y aunque todavía me resisto a llamar golpe a la salida del poder de Chávez en abril de 2002, no cabe duda de que aquella fue una chapuza militar en la que un civil, Pedro Carmona, hizo el papel de tonto inútil.
Mi absoluto escepticismo sobre la posibilidad de un golpe militar exitoso en Venezuela no se corresponde con el optimismo que me invade cuando veo cómo se va gestando un golpe civil. No se trata de milicias o grupos armados, ni de ninguna organización que se está tejiendo para acabar con este gobierno de mafiosos y asaltantes de camino; es lo que podríamos llamar el golpe de los estómagos. De un extremo a otro del país los obreros de distintas empresas, en su mayoría estatales, los trabajadores de ministerios e institutos públicos, los maestros, los médicos y hasta los policías hacen manifestaciones y amenazan con huelgas por sus bajos sueldos y por la negativa del gobierno a satisfacerles sus aspiraciones laborales. Las amas de casa, muchas chavistas, protestan por falta de viviendas, por el mal estado de las calles en sus barrios, por la inseguridad que acaba con las vidas de sus hijos y esposos y, más recientemente, por los apagones que dañan sus electrodomésticos. En la medida en que este gobierno siga expropiando empresas y fincas o nacionalizando bancos y escuelas, las protestas seguirán en aumento contra un único patrono odioso e insensible: el gobierno, es decir Hugo Chávez. Esa es la única conspiración en marcha con perspectivas de ser exitosa y de concluir en un gobiernicidio.