Este cáncer nos mata
A Oswaldo Álvarez Paz
LAS REVOLUCIONES PERPETUAS
En 1878 llega a Maracaibo el encargado comercial de los Estados Unidos Eugene H. Plumacher. Prusiano de nacimiento, antes de hacer sus maletas en Washington decidió enviar a toda su familia a Suiza, profundamente preocupado porque Maracaibo, el puerto al que había sido enviado por el Departamento de Estado a falta de un destino mejor, era “un lugar notorio por su insalubridad con epidemias de fiebre amarilla, un calor excesivo y con un costo de vida muy elevado, además de su reputación como centro de brotes revolucionarios casi continuos.” [1] No eran sólo rumores. Habiendo tomado la decisión de aventurarse hacia esas tierras calientes, pestíferas y turbulentas se hizo a la mar en el vapor Bermuda, para recibir en San Juan de Puerto Rico de parte del capitán Wilson, su anfitrión, la terrible confirmación que temía: “se compadeció de mi en mi destierro a esa tierra de arena, fiebre amarilla y revoluciones perpetuas”. Lo cual no quita que, a pesar de haber estado al borde de la muerte víctima de un brote de paludismo recién instalado en Maracaibo, de haber enterrado pocos meses después a centenas y centenas de marineros de toda procedencia muertos de paludismo en sus brazos, de haber soportado estoicamente calores inclementes, aguaceros torrenciales que por poco acaban con su vida, la de un sobrino y la de sus funcionarios, así como con la de un pequeño zoológico particular que instalara en su floreciente consulado y de haber estado a punto de pasar a mejor vida en varias de las perpetuas revueltas militares que, como le previnieran a su debido tiempo, se sucedían en Venezuela ininterrumpidamente, terminara amando desaforadamente a su nueva patria. Mal de muchos y consuelo inútil, como consta de tantos avecindados que a pesar de los más espantosos pesares terminaron seducidos por la belleza de sus mujeres, la arrolladora simpatía de sus vecinos, la locura frenética de sus habitantes. Last but not least: sus revoluciones perpetuas. Tramoya inevitable de su fantasmagoría macondiana. Hasta el desdichado día de hoy.
Leo este maravilloso testimonio de amor por el Zulia y Venezuela gracias al trabajo de investigación, de traducción y edición de Becky de Nagel, aunque las Memorias del cónsul Plumacher llegaran a mis manos gracias a la generosidad de Patricia Rincón, una querida amiga y compañera zuliana. Confieso haberme conmovido con la lectura de este testimonio apasionante, tan cercano por su temática, los problemas éticos, políticos y existenciales que trata en la narración de su vida en la capital zuliana con el universo novelesco de Joseph Conrad, ese extraordinario escritor polaco-británico contemporáneo de Plumacher. Flota por sobre las febriles páginas de las Memorias de Plumacher el mismo espíritu fantástico, las situaciones límites, los desafueros existenciales, las grandezas y miserias que trasminan las páginas de El Corazón de las Tinieblas, Lord Jim, Nostromo o Linea de Sombra. Pero su invalorable significado deriva de su naturaleza documental: se despliegan en sus casi trescientas páginas de letra menuda la pequeñeces, abusos, miserias, ambiciones, desafueros y matanzas de un país hundido hasta el cuello en la ciénaga del caudillismo, del militarismo, la iniquidad más salvaje, los presos políticos, el paludismo, la lepra, el hambre, la prepotencia de las autoridades y las injusticias al por mayor. No se equivocaba el capitán Wilson al compadecerse del bondadoso cónsul Plumacher: la Venezuela de Guzmán Blanco, que sería luego la de Crespo, Castro y Gómez, hasta extenderse – con el asombroso interludio de la mal llamada Cuarta República – hasta la de Chávez, no era tierra de promisión como para alegrarse de la condena a vivir en ella.
Y sin embargo…
NADA NUEVO BAJO EL SOL
Sólo la inmensa osadía, la grandeza moral, la astucia, la bondad sin límites y el coraje cívico permitieron que un hombre bueno y emprendedor como Eugene H. Plumacher sobreviviera a tanta calamidad. La Venezuela de Antonio Guzmán Blanco y la de Crespo, su heredero, la misma que sería luego la de Castro y Gómez y de la que Plumacher es testigo excepcional durante los más de treinta años en que desempeña sus tareas diplomáticas y comerciales en Maracaibo, era tierra de desafueros, de abusos, de ilegalidad y brutalidad sin límites.
Hay que adentrarse en su fascinante anecdotario para comprender de qué estamos hablando. De Mazmorras y grilletes, de expoliaciones y robos, de asesinatos y latrocinios. Todo lo cual resumido en una suicida y auto mutiladora vocación revolucionaria. Su definición puede encontrarse maravillosamente expresada en unas sencillas frases de López Contreras, cuando al referirse a la revolución de Octubre que lo llevara a la cárcel y al destierro escribe: “En este caso se repite la conocida historia de nuestros países tropicales, que a los golpes periódicos de cuartel pretenden bautizarlos con el pomposo nombre de revoluciones, cuando en realidad no son más que asaltos a mano armada al poder por gente que necesita ventajas políticas o económicas que otros han alcanzado y que pretenden conservar.” [2] Olvida mencionar López Contreras que él mismo fuera ministro de guerra, delfín y heredero de un dictador salido de otra de esas innumerables revoluciones, la liberal restauradora de Cipriano Castro, que comenzara alzándose contra la revolución legalista de Crespo para terminar derrocando a Ignacio Andrade. Para mayor desgracia sin revolución alguna que defender, civilista y liberal.
De esas centenas de golpes de cuartel, asonadas, escaramuzas, combates y batallas que acompañan como una sinfonía inconclusa a quienes han detentado el Poder en Venezuela -: de un caudillo analfabeta a un letrado hijo de caudillos, de ese letrado a otro general y así hasta el infinito – se nutre el telón de fondo que sirve de continuum al desempeño de ese hombre notable que fuera el cónsul Plumacher.
MARACAIBO, LA IRREDENTA
Las aventuras Plumacher, pero sobre todo las desventuras de aquellos que se cruzan en su camino y exigen su intervención como de un insólito deus ex machina capaz de resolver los más insólitos casos de latrocinios, saqueos, robos, naufragios, engaños y hasta asuntos matrimoniales o líos de faldas, merecen ser destacadas en la narrativa venezolana como uno de los más importantes antecedentes de la novelística nacional y un documento histórico de trascendental relevancia. Bordean el delirio de lo real maravilloso y superan cualquier novela escrita hasta entonces. Incluso de muchísimas de las escritas durante el siglo pasado. Para los efectos de este recuento de desgracias valgan dos hechos que permiten comprender la naturaleza levantisca, alebrestada y rebelde del zuliano. Y el compromiso vital de Plumacher con sus habitantes.
En 1884, gobernando el general Joaquín Crespo, llegaron a Maracaibo rumores según los cuales le habría entregado a “un tal general Blanco Uribe” un contrato para la construcción de un puerto artificial en el puerto de Maracaibo. La idea no sólo era absurda. Se demostró que ocultaba un suculento negociado que esquilmaría a la población zuliana de gigantescos ingresos durante la friolera de 99 años. Obviamente: el entorno de Crespo estaba en la movida. La indignación de los zulianos fue tan monumental, que el pobre Blanco Uribe se vio en la obligación de ser rescatado de la furia de quienes querían lincharlo gracias a la mediación de este zuliano honorario que era Plumacher quien, a riesgo de su propia vida, logró rescatarlo de las garras de la multitud. El proyecto fue desechado. Blanco Uribe volvió con la cola entre las piernas a Caracas.
Pero mayor fue la indignación y de mayores proporciones y consecuencias cuando en su porfía, el presidente decidió insistir en la construcción del inútil puerto y castigar a la alebrestada población zuliana trasladando su aduana desde Maracaibo al ruinoso castillo de San Carlos, lo que suponía darle un golpe mortal a la ciudad. Llegadas las tropas a Maracaibo para imponer los caprichos de Crespo, la indignación de la poblada alcanzó tales ribetes que obligó a las autoridades a “que hicieran todo lo que pudieran para calmar al pueblo enardecido que gritaba que la Aduana no debía mudarse, y que si las tropas intentaban desembarcar, asaltarían el edificio de la Aduana y tomarían posesión del mismo, declarando al Zulia como una nación soberana y ofreciendo anexarla a la república de Colombia.” La intervención providencial del mismo cónsul Plumacher, sumido en una lluvia de balas, permitió ponerle fin al desatino.
Plumacher, zuliano converso hasta su misma médula, termina el capítulo recordando una lección que sigue vigente, así nuestras actuales autoridades, de la misma calaña que aquellas que causaran la desazón de Plumacher, pretendan desconocerlo: “Sólo me queda decir, en relación con este incidente, que la Aduana no fue mudada ni tampoco Maracaibo obtuvo la “bendición” del puerto artificial que el presidente le quería otorgar. Como la gente le tenía confianza al General Jurado y a Azpurua Huizi, quien había sido recaudador de Aduanas varias veces, pronto se calmaron los ánimos, y en pocos días, toda estaba tranquilo y los negocios continuaron como siempre. Eso sí, el Gobierno Federal había recibido una buena advertencia de no meterse con la gente del Zulia”.[3]
El consejo tiene un siglo y sigue vigente. No debiera meterse.
[1] Eugene H. Plumacher, “Memorias”, pág. 32. Maracaibo, 2003. [2] Eleazar López Contreras, El triunfo de la verdad, México, 1949. Págs. 51 y 52. [3] Op. Cit. Pág. 182.