Están matando libre e impunemente
Las reacciones del Ministro del Interior, del Alcalde Metropolitano, del Fiscal General, del Defensor del Pueblo, del Presidente de la Asamblea Nacional y de otros dirigentes chavistas, ante los secuestros y asesinatos de la última semana han sido de sorpresa y de consternación. Esto último es comprensible porque el país entero está triste y abatido por la reciente ola de crímenes, el de Miguel Rivas y los hermanos Faddoul, el de Filippo Sindoni y el del reportero Jorge Aguirre. No tengo duda alguna sobre el dolor que embarga a quienes tienen la responsabilidad de brindar seguridad a la ciudadanía. Venezuela toda está hundida en la rabia y en la pena ante el acoso de la delincuencia, del malandrismo y del poder que han demostrado roscas armadas hasta los dientes, que actúan sin cortapisas y con impunidad. El sentimiento de dolor es una voz unánime en todo el territorio nacional.
El asombro de esos altos funcionarios, en cambio, es una actitud que la población no entiende. Es como si hoy se estuviesen dando cuenta de lo que está ocurriendo. Como si la perplejidad se hubiese apoderado de quienes se esperan respuestas inmediatas y planes serios para enfrentar la violencia y la criminalidad. Como si no se percataran de los cien muertos semanales a manos de malhechores. Miles de vidas anónimas que se pierden al año. Dramas humanos que no han sido detallados como los casos Sindoni, Faddoul, Rivas y Aguirre, pero que enlutan al país sin que se sienta reacción seria de parte de las autoridades. A menos que crean como ciertos los anuncios periodísticos de alcaldes y jefes policiales, según los cuales los índices delictivos han disminuido y todo está “bajo control”.
Ya no les sirve para nada el discurso de bolsillo que reza que el crecimiento de la delincuencia es producto del incremento de las desigualdades y de las injusticias. Han pregonado tanto sobre el aumento del empleo, del bienestar y de las reivindicaciones que acortan la brecha entre ricos y pobres, que se supone entonces una disminución drástica de los índices de atracos, asesinatos y operaciones de mafias delictivas diversas. Según el discurso oficialista, la llegada de la llamada “revolución”, lo que ocurrió hace siete años y medio, acabaría con esos males, o al menos los reduciría a una mínima expresión. Esa no es la realidad y no por falta de real y de poder.
No han ocurrido los cambios que la multibillonaria publicidad llama “profundos”. Es alto el riesgo de morir en una buseta a manos de un malandro, en la puerta de la casa por la acción de azotes de barrios, o en cualquier paraje por asesinos, funcionarios de cualquier cuerpo policial. Está fresco el caso de los matones que segaron la vida de jóvenes estudiantes universitarios en Macarao. En Caracas, motorizados sin uniformes hacen lo que les da la gana. Nadie sabe si son policías o malandros, pero andan armados en motos “oficiales”. La podredumbre no es extraña a las policías de Aragua y Portuguesa, o a la de Guárico, aunque para poco han servido las denuncias sobre la existencia de los cuerpos de exterminio y se ha hecho evidente que a Manuitt y a su policía no los toca nadie.
Los familiares de los presos denuncian que más reclusos han sido muertos por la Guardia Nacional que por los propios internos. En Apure, Barinas y Táchira a diario se habla, en cualquier esquina y en cualquier fundo, sobre la penetración de la guerrilla colombiana y el “buen trato” que le dan las autoridades, al igual que la vara alta que tienen con militares y policías. Algunos secuestradores, en vez de ser perseguidos implacablemente, tienen por negociadores, en representación de las víctimas, a altos funcionarios del gobierno.
El presidente Chávez, tan dado a encadenar los medios por cualquier cosa, no ha abierto la boca, al menos hasta el momento de escribir este artículo. Es hora de que haga algo serio porque sus alcaldes, gobernadores y camaradas están demasiado ocupados en demostrar que todo es culpa de los cuarenta años de democracia.