Estado de Derecho a palos
Leyendo el último libro de Elías Pino Iturrieta, en el cual sitúa la independencia de Venezuela en su verdadero plano, es imperiosa la referencia a nuestro Estado de Derecho, pobre, enclenque, en minúsculas, proclamado constantemente en todos los discursos oficiales y, en la realidad, caricatura de lo que debía ser.
Como lo afirma el autor de «La Independencia a palos», nuestra historia de guerras, la inestabilidad política y las múltiples carencias de un pueblo, sin duda, van de la mano con «la desaparición del Estado de Derecho», si es que lo tuvimos en algún momento.
También en esta materia, las proclamas, consignas, juramentos y frases de ocasión nos hablan del derecho, de la Constitución, de las leyes, todo lo cual es contrario a la realidad de una sociedad en la que las normas son puras formas, sin trascendencia alguna.
Pero esta carencia se acompaña, paradójicamente, con la magnificación de la ley, con la pomposa afirmación de que tenemos «la mejor Constitución del mundo», que ya va por la número 25 y con otras sandeces más.
Venezuela fue uno de los primeros países abolicionistas en cuanto a la pena de muerte, fuimos de los primeros en ratificar el Tratado de Roma sobre la Corte Penal Internacional y somos los abanderados en cuanto a llegar a la meta con una ley bajo el brazo.
Pero de nada nos sirve este despliegue legislativo, si las leyes no se cumplen, «pero se acatan», si la Constitución sirve para todo y si los tribunales encargados de su aplicación se hacen la vista gorda.
Esta tradición nefasta, que arranca con la Colonia, distante de la Península, en la que se hacían las leyes, continuó bajo la República que, ocupada en hacer la guerra, se olvidó de hacer códigos ajustados a nuestra realidad e internalizados para su efectivo cumplimiento, arrastrando por más de cincuenta años, después de la independencia, el fardo de las leyes de Indias, comenzando el camino de la codificación a finales del s. XIX, para iniciar la vía de la exaltación de las normas y de los códigos, siempre con la vana esperanza de que resolveremos nuestros problemas por la fórmula expedita de una nueva ley, pócima milagrosa para acabar con la inseguridad, con la inflación y con las deficiencias del sistema de salud o de la educación.
Pero, nada. No terminamos de convencernos de que las leyes son herramientas que si están bien construidas, contribuyen efectivamente a encauzar la vida social. No son varitas mágicas, ni amuletos ni fetiches que puedan sacarnos de un apuro o remediar un entuerto social.
En materia penal, específicamente, no encontrará solución el problema de la delincuencia con un nuevo código, ni con la amenaza de mayores penas ni con nuevos tipos delictivos. Ya esto lo hemos ensayado con el resultado del más estruendoso fracaso.
Mientras no entendamos la función de nuestras leyes, estaremos expuestos -eso sí- a que en cualquier momento el fiscal de turno nos amenace con el número de un artículo que ni siquiera él conoce, pero que puede llevarnos a la cárcel hasta el día en que San Juan baje el dedo.