Españoles moriscos expulsados de su patria hace 400 años
Ante el cuarto centenario de la expulsión de cientos de miles de españoles en 1609 por el católico rey Felipe III, por ser moriscos, la España oficial y académica se resiste a conmemorarlo. Y eran tan españoles como el resto de valencianos, alicantinos, catalanes, castellanos, gallegos o andaluces. Muchas de esas familias llevaban centenares de años viviendo en la península contribuyendo a su historia. Pedro de Valencia denunciaba “el agravio que se les hace al privarlos de sus tierras y no tratarlos con igualdad de honra y estimación con los demás ciudadanos… que todos son hermanos de un linaje y de una sangre”, citado por Juan Goytisolo en una lúcida reflexión.
Algunos sostienen que no es patriótico evocar episodios embarazosos de nuestra historia porque contribuimos a una supuesta “leyenda negra”. Que la ropa sucia se lava en casa. ¿Acaso no formaban ellos parte de nuestra familia? Pues es saludable y propio de mentes bien estructuradas asumir nuestro pasado con todas sus consecuencias. Para aprender nosotros y para comprender a quiénes hemos maltratado y reparar el daño cometido.
Sostiene Goytisolo que lo sucedido de 1609 constituye el primer precedente europeo de las limpiezas étnicas del pasado siglo. Las medidas “profilácticas” recetadas por el duque de Lerma, con el apoyo decisivo de la jerarquía eclesiástica, fueron objeto de un debate cuyas etapas recuerda: 1499, conversión forzosa de los granadinos por el cardenal Cisneros; 1501-02, pragmática del mismo dando a elegir a los musulmanes del reino de Castilla entre el exilio y la conversión: los mudéjares pasaron a ser así, simplemente, moriscos; 1516, se les fuerza a abandonar su vestimenta y costumbres; 1525-26, conversión por edicto de los de Aragón y Valencia; 1562, una junta compuesta de eclesiásticos, juristas y miembros del Santo Oficio prohíbe a los granadinos el uso de la lengua árabe; 1569-70, rebelión de la Alpujarra y guerras de Granada… A partir del aplastamiento de los moriscos, la política de Felipe II consistió en dispersar a los granadinos y en reasentarlos en Castilla, Murcia y Extremadura, lejos de las costas meridionales y de las posibles incursiones turcas.
Si la injusta expulsión de los judíos por los Reyes Católicos ha sido objeto de estudio y desagravio, no ha sucedido así con la expulsión de los españoles de origen árabe, convertidos al catolicismo y despojados de su dignidad y de sus bienes.
Estamos rescatando nuestro tercio árabe-musulmán, junto al judeo-cristiano y al greco latino. Hemos vivido amputados durante más de cinco siglos de una parte fundamental de nuestro ser, por culpa de la ideología católico absolutista que, aún en estos días, actúa con una prepotencia y desprecio de la razón y de los derechos fundamentales.
Resalta nuestro autor que algunos se oponían a la expulsión y proponían la asimilación gradual, pero los elementos más intransigentes del episcopado sostenían propuestas más contundentes: la esclavitud, el exterminio colectivo o la castración de todos los varones y su deportación a la isla de Terranova. Y cuenta este dato escalofriante: “Al destierro a la más cercana orilla africana, sostenido por la mayoría de los miembros del Consejo de Estado, un santo obispo opuso una argumentación impecable: puesto que el llegar a Argel o a Marruecos, los moriscos renegarían de la fe cristiana, lo más caritativo sería embarcarles en naves desfondadas a fin de que naufragaran durante el trayecto y salvaran sus almas”.
En el debate se impuso la tesis de que la expulsión cerraba el vergonzoso paréntesis abierto por la invasión de 711: España sería católica sin excepción alguna. Identificaron ser español con ser católico, monstruosidad que el Rabí Jesús jamás hubiera aceptado. Y que continúa animando a los trabucaires obispos actuales.
El peligro del crecimiento de la población morisca en contraste con la de la de los cristianos viejos en razón del celibato eclesiástico, las monjas, las guerras de Flandes y la emigración aAmérica es similar a la argumentación actual de los ultras de la identidad europea. Eunucos desde casi veinte siglos imponen su totalitarista idea de la familia a la que ellos no contribuyen por impotencia, codicia de bienes económicos y ansia de poder.
Las condiciones brutales de la expulsión y las matanzas llevadas a cabo de quienes huían fueron acogidas con tristeza y compasión por una minoría pensante, y con clamores de odio y venganza por otros. Por eso no se explica que en la España moderna y cultivada no conmemoremos la ignominia de ese destierro colectivo ordenado por el favorito de Felipe III, en 1614, a pesar de estar asimilados y tomemos conciencia de la prepotencia de obispos similares en la vida social de la España actual.