Opinión Nacional

¿Es poesía el cuento?

Se ha dicho que Dios creó al hombre para que éste contara historias. Esta parábola se relaciona con la necesidad humana de inventar mitos, sin cuya presencia sólo tendríamos la inercia de la imaginación y el vacío aterrador de la existencia. Los mitos dan coherencia a la realidad, indican una armonía entre el pensamiento interno del individuo y la estructura del mundo exterior.

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Cada vez que nos encerramos en la certeza de lo dado, quedamos en el oscuro hondón de lo concreto y concluido, y ello nos enfrenta a la sensación de finitud de la que el hombre quiere escapar. El arte consiste en mantener abiertas las infinitas puertas de la posibilidad, la aprehensión de lo absoluto. Eso hace el arte literario: abrir con la magia de la palabra la alternancia de situaciones nunca definidas, inconclusas siempre porque son imaginadas.

El Verbo se hizo carne”, dice el Cuarto Evangelio, y parece expresar con esa frase que la voz “verbo” tiene doble significado: el de “palabra” y el de “Logos”, término griego que expresa el concepto de sustancia. Verbo como palabra, verbo como sustancia. ¿Quién sino el hombre tiene el don de la palabra que lo hace creador y lo asemeja a Dios? ¿Será el hombre la sustancia o “logos” divino, por ser el único en poseer la facultad del hablar articulado y significativo?

Antes del hombre nada existía como mundo de representación, es decir aquellas impresiones sensoriales del sujeto corpóreo a las que el intelecto añade las categorías de tiempo, espacio y causalidad para hacerlas comprensibles, para representarlas en su propio e intransferible mundo y comunicarlas mediante la palabra. Tampoco se concebía la voluntad como consciencia de vivir y desear perdurar como inmortalidad. Todo ello privilegio y fragilidad del ser humano.

La literatura como actividad artística es creación con la palabra y, mediante ella, productora de imágenes con las que hace la representación del mundo. Es imaginación –espiritual y sensual – y lenguaje para comunicar algo que sólo de esa manera puede comunicarse. Las herramientas del lenguaje son las palabras, trátese de una carta comercial o de una narración literaria. Lo mismo ocurre con los elementos que componen la música: están en el ambiente como sonidos, y los utiliza toda persona que quiere expresar algo con tales signos sonoros: la advertencia de una sirena de bomberos o una sinfonía de Mozart. Con esos instrumentos: la palabra y la música, el hombre construye el producto que llamamos Arte, que posee una finalidad contingente y por ello no necesaria como es la de la ciencia. Lo dicho, sin mencionar otras creaciones artísticas.

Hay arte intencional y arte intuitivo. Ya conocemos los géneros literarios: Poesía, narrativa, teatro y ensayo, cada uno con características propias. Sin embargo, la poesía, que es hechura de la intuición no deliberada, aun cuando luego el poeta labre y labre la forma, puede estar en todos los demás sin desfigurar en cada uno su carácter propio. Donde mejor se observa esta participación activa entre géneros es en el cuento, que siendo narrativa se acerca en sus fundamentos a la poesía como acto de origen infuso, y se disipa en el halo de niebla que deja, igual que el poema.

El cuento tiene un propósito poético. Así como la poesía es un desbordamiento espontáneo de emociones en torno a una situación única que cierra su ciclo dentro del texto, así también en el cuento prevalece la emoción que subyace en la situación. Es decir: la emoción confiere importancia a la situación.

Los temas de toda creación son los del hombre como universo: la muerte, el amor, la pasión de vivir desplegada en líneas geométricas que se cruzan y dirigen hacia el infinito: “Que la materia de la narración se presente dentro o fuera de un personaje, que la peripecia sea descrita como vivida por un hombre o que éste sirva de mundo a una peripecia (…)” Estas palabras de Guillermo Meneses ratifican lo que él mismo ha demostrado en su cuento “La mano junto al muro”, en el que el tiempo es el personaje de la narración, o también el propio narrador. ¿Y qué nos narra este cuento de Meneses? Parece decirnos de lo efímero de la vida humana frente a la perdurabilidad de la piedra, el muro en el que se apoya la mano para caer en la duración del relato, hacia la muerte. “La diferencia entre la piedra y la vida no es la muerte sino el dolor de estar vivo, el grito puro”, como bien lo dijo nuestro Orlando Araujo al analizar este cuento. Y nosotros concluimos: La piedra es materia esencialmente inmutable, mientras que la palabra nombra la idea y está hecha de sustancia inmaterial, semejante al aire; se desvanece apenas la pronunciamos. Igual que la vida, lo mismo que el poema. En este cuento magistral, lo narrado se hace y se deshace continuamente, más allá de lo que quiso expresar el autor y de lo que percibimos como lectores.

Si el cuento perdurable quiere ser expresión redonda de un momento de quien narra, ha de dejar que fluya desde la profundidad del pozo la luz que dará sentido al texto. Sin decirlo todo, ha de ser amplio para que todo pueda estar contenido en sus límites.

Lo narrado en un cuento guarda su tensión interior y no expresa del todo las pasiones o emociones unidas por lazos invisibles en el ámbito espiritual del autor: “El hombre interior es uno” (Coleridge). Es un decir infuso dentro de un espacio preciso, la sugerencia de la intención que la palabra quiere delimitar pero que hasta al autor escapa. Lo narrado en el cuento remite siempre a referencias que están fuera del texto, a lo inexpresable que también quiere decir el poema. Por el contrario, en la novela todo suceso o peripecia – exterior o no a la conciencia de los personajes – quedan siempre dentro de su ámbito. El terreno en el que se desarrolla la novela, y que ella debe descubrir, es la vida misma en su carácter concreto, corporal. La novela se dice en prosa, que no es sólo el lado penoso o vulgar de la existencia, es decir lo cotidiano; es también la belleza de lo sentimientos modestos. Nos recuerda Milan Kundera, y cito textualmente, que “a Homero no se le ocurre preguntarse si Aquiles o Áyax, después de sus muchos combates cuerpo a cuerpo, aún conservan los dientes. Para Don Quijote y Sancho, por el contrario, los dientes son una constante preocupación, dientes que duelen, dientes que faltan. “Porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y mucho más se ha de estimar un diente que un diamante

Al igual que en la poesía, en el cuento el autor ha querido decir algo más que tal vez ignora porque está en sus profundidades y nace de motivaciones oscuras. La crítica ha afirmado que el hecho literario es la actitud consciente y las consecuencias que resultan de la intencionada utilización estética del lenguaje. La poesía y el cuento no tienen intencionalidad y parece que nacieran de un estado “otro”, más allá de la voluntad deliberada de hacer estética del lenguaje: están emparentados con la fantasía y el inconsciente. El cuento así concebido permanece en los márgenes de la literatura porque nace del deseo y el impulso desconocido de la conciencia, como el sueño.

Novalis identifica de modo expreso el cuento con el sueño, y nos dice: “En el fondo, un cuento es semejante a un sueño – sin coherencia, un conjunto de sucesos y cosas maravillosas…” Es la exploración de lo que no es consciencia del narrador, la búsqueda del impulso alienante con el uso del lenguaje analógico. Nuestro gran narrador, Antonio Márquez Salas, puede dar fe de lo que hemos dicho. En su cuento: El hombre y su verde caballo”, con un lenguaje que va más allá de la intención dirigida mediante la escritura, dibuja una actividad onírica. El indio Genaro madura la muerte “con su sangre de lenta corrupción”, y en el delirio pide que cabalguen en la tierra los pájaros y las flores, “con la hierba alta mecida por los vientos tristes de junio”. Genaro tuvo su caballo para la tarea cotidiana, y ahora Domitila, su mujer, ante la inminencia de la muerte del marido, cabalga en el verde caballo que es la tierra de todos y que a todos pertenece: sus hijos y los que padecen pobreza. Una traslación de símbolos se produce en forma poética cuando el caballo de faena tenga ahora el verde pelaje de la tierra.

El narrador utiliza el lenguaje común: la palabra de la tribu, pero desplaza ese lenguaje hacia significados análogos y distintos que sugieren vivencias que no están en el texto del cuento. Sin embargo, no es necesario que en el cuento se utilice la dicción poética para que se produzca el efecto de poesía, y la palabra de la tribu sirve en el propósito. Las catedrales están hechas con las mismas piedras que pisamos en el camino.

“La pequeña inmaculada”, de Julio Garmendia, es prueba de cuanto hemos dicho. Tenemos aquí símbolos poéticos representados por la niña devota que reza en el templo y que significa la vida, frente a la mujer “larga y seca”, que oculta en un pañolón estampas y velas para vender. La seca y larga mujer acecha a la niña en un día de oración y recogimiento, mientras realiza su labor de matar los insectos que se ocultan en floreros y altares. La mujer es la muerte de los insectos, y es también la Muerte simbolizada en esa beata lúgubre que persigue a la niña más allá del templo, sin que sepamos qué ocurrirá luego, porque el cuento sólo sugiere y no nos dice el término de la peripecia de la narración. El lenguaje es apropiado para expresar la vaguedad del episodio: “De las claraboyas mismas – horadadas en el techo de sombríos rincones y silentes capillas – desciende o filtra, hasta acá abajo, antes que luz, una lívida forma de la oscuridad que ya se ha ido enseñoreando del ámbito del templo”. Hay en este cuento rasgos que recuerdan a Poe, por la difusa descripción del lugar que luego trasladará a los personajes, por la semejanza entre ambiente y personas. Es poesía abierta a la interpretación, como todo poema logrado.

En la cuentística venezolana del siglo XX no puede faltar Gustavo Díaz Solís, autor de una obra no muy extensa pero de largo alcance en la creación literaria del cuento. Se le rinde un homenaje al traer aquí uno de sus cuentos más notables: “El Niño y el Mar”. Con una gran economía de recursos, Díaz Solís nos narra una historia sencilla, natural, pero con un significado apenas insinuado en la literalidad de la narración. El niño solitario llega a la orilla del mar con simples utensilios de pesca: una lata alargada con un asa de alambre, desprevenido en su inocencia. Sin darse cuenta, lo va envolviendo la pleamar mientras está atento a su acción de pescar algo que no sabe qué es. En esa pequeña lucha con el animal que no ha visto lo acecha la muerte de la alta marea, y cuando ve el cangrejo, enorme, rojizo con sombras azules, sintió el miedo: “Entonces advirtió que estaba pisando en agua, que el mar asaltaba el terraplén de las algas y avanzaba espumoso y vivo por todos lados, recobrando piedras y rocas y plantas marinas que vivían de nuevo en el ritmo del agua. El niño vio lejos la playa y la duna y el cielo detrás de la duna. Envuelto en el ruido del repunte corrió hacia la playa saltando y chapoteando en el agua tibia y clara del mar...” El desenlace nos descubre que al niño en el mar lo salvó de morir el cangrejo alzado en sus largas patas espinosas. El tema de este cuento puede decirse con la forma externa de un poema, pero, aun sin eso, su contenido está difuminado poéticamente en los trazos con los que se insinúa la acción del relato.

Veamos finalmente un enigmático cuento, “Las babas del diablo”, de Julio Cortázar, en el que se nos narra una acción abominable que pudo haber ocurrido pero que el narrador revierte para que no se haya producido. El título del cuento: “Las Babas del Diablo”, cuyo significado es el mismo que lo que conocemos como “hilos de la Virgen”, es ya un símbolo poético. Son aquellos pequeños hilos que flotan al viento y sobre los cuales ciertas arañas se lanzan al aire libre y hasta al huracán, livianos estambres que navegan hacia el espacio desconocido. Las posibilidades se entrecruzan en este cuento, igual que en el poema, como un miedo frío en el espectador del suceso narrado, para dar un final alucinante, abierto como la misma posibilidad. El sentido ambiguo y contradictorio de este cuento es la visión del narrador (¿el hombre, la cámara de fotografía, el tiempo?) que trata de apresar algo más allá de la realidad. Intención poética dicha sin la expresa construcción del poema (¿o quizá con ella, en forma implícita?), apertura a un estado desconocido y paralelo a la conciencia. Leamos su final: “Ahora pasa una gran nube blanca, como todos estos días, todo este tiempo incontable. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con alfileres en la pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir los ojos y secármelos con los dedos: el cielo limpio, y después una nube que entraba por la izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la derecha. Y luego otra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube, y de pronto restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato se ve llover sobre la imagen, como un llanto al revés, y poco a poco el cuadro se aclara, quizá sale el sol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a tres. Y las palomas, a veces, y uno que otro gorrión”.

En toda narración literaria de ficción, lo mismo que en la poesía propiamente dicha hay una espera decepcionada, algo de lo escrito no se realizó. Caben en ellas todas las posibilidades y alternativas potenciales, en un mundo complejo y entrecruzado de acciones y de situaciones imaginadas. Cuando ingresamos en el relato o en el poema queda en el lector o receptor el efecto de su efímera realidad, y la ficción permanece sin dar la respuesta final para que deseemos impulsarnos a la nueva búsqueda, más allá de las líneas verbales que ocultan su significado. Todo queda incompleto, como la vida misma, como el poema.

Ya lo dijo Quevedo, “Sólo lo fugitivo permanece y dura”.

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