Entre la secta y la nación
El lenguaje de la política ha cambiado. La promoción de ideas que transmitían una utopía política específica fue el hilo conductor del debate. Unos postulaban el ideario democrático, temática de mucha fuerza, como respuesta a nuestros antecedentes militaristas, semifeudales y autocráticos que conformaron gruesas capas de injusticia social y de abusos institucionalizados. Otros planteaban alternativas en el campo ideológico, favoreciendo modelos a los que se creía exitosos, particularmente en la Unión Soviética. Venezuela no escapó a la división internacional en grandes bloques durante los años de la guerra fría, lo que demuestra la ingenuidad de quienes creen que la globalización comenzó ayer.
Se debatía sobre los derechos políticos o sobre el papel del Estado en la planificación de la economía, lo que condujo a diversidad de posiciones. Variados partidos defendían ángulos particulares de la democracia. Unos se afincaban en la defensa del estado de derecho, otros enfatizaban en la reivindicación de los desposeídos. Igualmente surgieron numerosas tendencias en el bloque político comunista, lo que trajo consigo proliferación de partidos, divisiones y permanente renovación de liderazgos locales.
La exportación de la revolución cubana con la adopción de las guerrillas en variados territorios, exacerbó la polémica política, la sacó de su cauce ordinario y metió la lucha armada en la agenda latinoamericana. Tomó cuerpo el circuito terrorismo-represión, por el cual, de manos de insurgentes y de autoridades públicas, se perdieron miles de vidas. La mayoría de nuestros países han logrado inteligentemente restablecer el debate político y apartar la guerra. La paz, con los conflictos que le son propios a las sociedades democráticas, ha logrado imponerse sobre la violencia.
Uno de los elementos que ha permitido superar esos conflictos ha sido la lucha ideológica. Banderas como el restablecimiento de la paz, el regreso al estado de derecho, la reconciliación nacional, la lucha por el desarrollo y la justicia, la carrera contra el atraso y el combate a la marginalidad, han convocado nuevos activistas sociales y políticos. Se ha refrescado y potenciado la tesis de la unidad latinoamericana con la participación de factores anteriormente enfrentados. La desintegración de las naciones no ha sido una posibilidad, salvo en pocos casos como el colombiano, en el que ha llegado a promoverse esquemas separatistas. En América Latina la política ha sido más fructífera que en Europa, donde el mapa político-territorial cambió como consecuencia de las guerras. Ahora la Unión Europea comienza a servir de antídoto para evitar la reproducción de esos conflictos territoriales, raciales y religiosos en el viejo continente.
Debemos estar alertas en Venezuela. La degradación del lenguaje, la satanización del adversario político y el encanto que por el morbo tienen los autores intelectuales de estas modalidades, tan publicitadas por el amarillismo y el sensacionalismo, amenazan el futuro de Venezuela. Los promotores del odio y de la confrontación extrema han logrado exiliar el debate ideológico. Lo único relevante, para ellos, es ser chavista o antichavista. De actuar conforme a esos códigos dependen los reconocimientos que obtienen en sus grupos partidistas, económicos y sociales. A muchos les importa más la secta a la que pertenecen que la vigencia del país como un todo. Ese cambio lo ha producido el fanatismo y a los cogollos parece no importarle. Continúan en contiendas de insultos, difamaciones y descalificaciones que les sirven para mantener unidos y “motivados” a sus huestes en contra de los “enemigos”, pero que disuelven, como el peor elemento corrosivo posible, la unidad afectiva de Venezuela. Unos prefieren ser miembros de la secta y no parte de la Nación, por las obligaciones de convivencia que esto último comporta con aquellos que no piensan como nosotros. Les parece una raya la reconciliación y se jactan de la guerra a muerte.