Enésimo réquiem para el cigarro
Tengo muchísimos conocidos, gente cercana, compañeros de trabajo, algunos queridos amigos que fuman. A los que estimo fraternalmente les toco el tema, sin sermones, del social o solitario vicio del tabaco. No lo hago como un Yihadista, fundamentalista contra el humo. Nunca fumé y no tengo nada de que arrepentirme en esos renglones. Es bien sabido que las reacciones más virulentas siempre vienen de quien ha practicado con fe una disciplina de la cual acaba abjurando. La ferocidad del gran narrador nacionalizado español Mario Vargas Llosa, y hasta uno de sus vástagos, contra el pensamiento de izquierda, tiene origen en su militancia dura de los años sesenta y así por delante. Hay muchos casos en los que se reniega de algo para tirar a morir desde el otro lado de los terrenos morales o ideológicos.
Siempre explico que no hay ninguna virtud ni férrea voluntad en mi añeja negativa a inhalar las emanaciones del tabaco que tanto placer causan a las neuronas de cientos de miles de seres humanos en el mundo, condenados en su mayoría al cáncer de pulmón o al enfisema. A los catorce años quise darme importancia de adolescente en pose, con el cilindro de papel entre los labios. Me salió el tiro por la culata. Casi me ahogo, entre las risas y burlas crueles de un grupo de compañeros de la escuela secundaria y algún primo que salió mejor parado. Nos habíamos cooperado para comprar un arsenal de cajetillas y cerillos y subimos a la azotea de un edificio para el rito iniciático. Nos fascinaban las cajetillas de los Philipp Morris, con sus envolturas plásticas y suspirábamos con los aromas de los cigarros mentolados. Habíamos comprado también tabaco de hombre, es decir, “Delicados”, “Faros”, “Del Prado”, los que dicho sea de paso, fumaba mi padre, cuando no tenía entre las manos los puros que impregnaban sus automóviles, su ropa, su recámara. No recuerdo cuantas cajetillas más habíamos elegido para el primer paso en firme, el que nos daría ciudadanía de “mayores”. Sabíamos que a partir de allí nuestra masculinidad quedaría subrayada. No por algo una de tantas cajetillas sigue cabalgando con un vaquero legendario que dispara sus dardos envenenados entre melodías del lejano oeste. Para no hacer el cuento largo, nunca aprendí ese arte de suprema sofisticación y he envidiado a esos seres seductores, hombres y mujeres, que ejecutan ademanes encantadores mientras se llevan el cigarro a la boca con un dejo de inteligencia en la mirada y el ceño fruncido. Dicen también que el placer de la práctica amorosa se ve incrementado si uno enciende el pitillo en el momento posterior a la entrega apasionada. Parece ser que son los jóvenes europeos los que se inician más temprano en este arte del suicidio lento y del crimen que tira el humo y esconde la mano para afectar a lo no fumadores, de manera lenta pero certera. Imagínense la rabia que deben de abrigar los fumadores llamados “pasivos” cuando un oncólogo les confirma que la manchita del pulmón resultó cancerígena y nunca en su vida han encendido un cigarro por motu proprio. Es una ironía cargar con consecuencias funestas sin haberse asomado a los paraísos artificiales del inmenso placer de activar los equilibrios químicos felices de un fumador hecho y derecho. En otras palabras, no es justo. Aquí cabría un insulto sin eufemismos, pero no se trata de nivelar por lo bajo un tema que no tiene nada de guasa, aunque lo esté pareciendo. Nadie debería jugar con su vida ni con la de otros.
“Fascismo sanitario”, así le han llamado algunos comunicadores a la ley antitabaco que se pretende aplicar en México a nivel nacional. Llama la atención que un pequeño grupo, calificado por un noticiero de “intelectuales”, se haya sumado a denostar medidas que tienen como fin proteger la salud de la comunidad. Con el respeto debido y el beneficio de la duda, no encontré mucha intelectualidad en los personajes que la televisión calificó como tales. En todo caso, no se comportaron con el impulso que se espera de todo “intelectual”: discutir, en vez de pontificar. Un distinguido señor que dirige un diario nacional y que participa en un célebre programa de debates políticos encabezó la graciosa protesta reseñada de manera escrupulosa por la misma televisora donde trabaja semanalmente. De nuevo, llama la tención que el señor periodista al que aludo no fume ante las cámaras de ese programa semanal de ricos intercambios de vista o no reivindique precisamente allí ese “derecho”. Lo digo, porque en la protesta de marras todos hicieron gala de sus dotes de fumadores con placer y sorna ante los lentes.
En este debate interminable llama la atención la ausencia de referencias externas. Hasta ahora no he escuchado que nadie en México haya comparado las medidas civilizadas y exitosas contra el uso del tabaco que ya se aplican en varios países europeos, en los Estados Unidos o en Chile, Brasil y Argentina. También echo en falta un debate que lleve a fijar posiciones sin ningunear a las partes con exabruptos. Estoy convencido de que la modernidad que está conquistando nuestro país pasa por la aplicación de normas de convivencia donde se tomen en cuenta los derechos de toda la población. No hay que olvidar que las leyes antitabaco no prohíben fumar a nadie, sino regular un hábito nocivo también para los no fumadores. Y el fumador sí “obliga” a inhalar humo a los no fumadores (Tabaquismo pasivo). ¿Dónde radica el “fascismo sanitario” del famoso exabrupto?
En resumen, reivindicaría: toda persona que haciendo uso de su libre albedrío ha decido fumar, tendría que hacerlo en cualquier sitio que no implique compartir sus humos con los no fumadores. Eso pasa por una regla de respeto mutuo elemental. No obligo a nadie a dejar de fumar y considero tener el derecho de pedir que no contaminen los ambientes públicos en los que convivo. He dejado de frecuentar sitios que me eran caros, por mi incapacidad respiratoria, no por intolerancia. Despreciar olímpicamente las recomendaciones de los especialistas es una actitud egoísta. Reitero que no he pretendido imponer a ninguna persona mi decisión de no llevarme tabaco a la boca en ninguna de sus modalidades, y solo reclamo que no me obliguen a respirar humos cancerígenos. Además, en bares y restaurantes se tiene el derecho de degustar viandas y bebidas sin la interferencia ingrata de olores contrastantes.
Uno de mis jefes más preciados y admirables, fumador empedernido hasta hoy, me alertó un día: “…si usted fumara no perdería oportunidades extraordinarias en los aviones (en la época aún se permitía contaminar libremente en cualquier vuelo); en los bares, etc. Las personas más interesantes, con mejor conversación, somos siempre los fumadores…” Tal vez tenía razón y siempre viviré con un sentimiento de pérdida de oportunidades. Reconozco que en mis andanzas adolescentes por países europeos en invierno disipé aventuras sin cuenta por no entrar a establecimientos donde la neblina provocada por el humo envolvía en áureas a los animados comensales. Y nunca olvidaré una situación bizantina en un tren que me llevaba de Zagreb a Belgrado. En plena madrugada me atreví a abrir las ventanas del vagón para no terminar asfixiado. Discutir en serbocroata siempre es tarea compleja.