En homenaje a Marcel Granier
Cuando del fondo de nuestro ser brote la indignación y castigue la infamia, la mentira, la falsedad y el crimen que han usurpado el control de nuestra vida social, no quedará piedra sobre piedra de esta revolución de utilería.
1.-La historia se encarga de poner en su sitio a quienes creen burlarla con mañas, artilugios y triquiñuelas. Como si el destino fuera una prostituta y el relato de los hechos y los días capricho de los fabuladores. Nadie recuerda el nombre del asesino que ordenó la muerte de Sócrates. Nadie el del centurión que hundió su lanza en el costado de Cristo. El curso de la historia, desde entonces por lo menos en Occidente y desde hace unos siglos en el planeta entero, lo determinaron esos dos hombres: la grandeza de la racionalidad que funda el desarrollo de nuestra cultura y nuestra civilización. Y la inmensidad del amor que le da sentido a nuestras vidas. Ambos profundamente imbricados con la ética y la moral. Pues la historia, mal que le pese a la infamia que teje su contra curso y fabula sus iniquidades, constituye el conmovedor testimonio del triunfo de la bondad, de la justicia, del honor. El tenue velo capaz de vencer el infernal influjo de la ambición y la maldad que anida en el pecho de los tiranos y en el corazón de los sometidos.
Ni Hitler, ni Stalin ni Mussolini: la historia del siglo que nos determina es la historia de Churchill, de Gandhi, de Roosevelt. Y junto a ellos la de ese puñado de intelectuales y científicos que imaginaron el futuro. No es Bormann, es Einstein. No es Beria, es Solchenitzin. No es Castro. Es Neruda. No es Videla: es Jorge Luis Borges. No es Franco, es Lorca.
También entre nosotros: no es Gómez, es Betancourt. No es Pérez Jiménez. Es Uslar. No es Tarazona. Es Otero Silva. Observarán en silencio, donde quiera se encuentren, la bajeza que se enseñorea entre los viejos, ya obscenos y tristes escombros del parlamento. La iniquidad, la ruindad y la concupiscencia que imperan en nuestros tribunales. La humillada y ofendida grandeza de esta, nuestra patria amada e idolatrada, aguardando en su grave mutismo por el momento de la verdad. Cuando del fondo de nuestro ser brote la indignación y castigue la infamia, la mentira, la falsedad y el crimen que han usurpado el control de nuestra vida social, no quedará piedra sobre piedra de esta revolución de utilería.
La Venezuela del oprobio en que todos los valores han sido trastocados, revolcados en el fango de la miserable inconsciencia reinante. El mundo al revés: la falsía elevada al trono de lo verdadero. El crimen al de la moral. El robo y el estupro al de la entereza y la dignidad. Venezuela es un latrocinio. Un pantano de inmundicia política. Un matadero. Del oscuro fondo de sus taras congénitas ha brotado la porquería que hoy invade a la Nación. La intriga ha desplazado a la política, el estupro al ejemplo, el crimen a la solidaridad. Un grupo de acaudalados espalderos pisotean nuestras tradiciones y se hacen fuertes en la expoliación y el saqueo.
Ladrones. Asesinos. Violadores. Son las máscaras del Poder. La ciénaga en que chapotean los poderosos uniformados que hoy controlan las llaves de nuestras tradiciones. Se creen eternos. Olvidan el precepto gramsciano, al que en su inconmensurable ignorancia citan: sólo tú, estupidez, eres eterna.
2.-La historia no recordará la ominosa gesta del teniente coronel, cobardemente refugiado en el Museo militar, mientras sus hombres cosechaban la muerte. Ni la vergüenza de quienes debieron haberlo castigo con la noble firmeza institucional, recuperando así el honor ultrajado, prestándose en cambio a la complicidad de su irrefrenable avance hacia el asalto del Poder. Tampoco registrará el miserable comportamiento de jueces, fiscales y notables que le pavimentaran el camino a Miraflores. Ni la de aquel ex presidente ya anciano y enfermo de Poder, capaz de la más alta traición imaginable en una triste república como la nuestra, poseído por el afán de volver a ocupar el solio presidencial: haber hundido el puñal en la corrompida carne de nuestra malherida democracia.
Antes recordará la angustia reflejada en el rostro de quien sufriera la alevosía de esos golpes de Estado y su viril comportamiento ante la felonía de la traición. Antes recordará la grandeza y la gallardía de esa familia ametrallada vilmente por los hombres de los coroneles golpistas. Antes recordará la entereza de quien se negó a coger el camino del destierro y se entregó a una farsa judicial montada por los canallas del Valle. Sufriendo cárcel y destierro.
¿Cómo olvidar el golpismo y la felonía que hicieron carne de los poderosos? Sobran los dedos de una mano para recordar a quienes tuvieron la generosidad y la inteligencia de rebelarse ante tanta inmundicia. No más de dos o tres grandes intelectuales, como Luis Ugalde, Manuel Caballero o Juan Nuño. Hacer mofa y escarnio de la democracia a la deriva se convirtió en deporte nacional, del que pocos, muy pocos se salvaron: columnistas dominicales hicieron su agosto a costas del naufragio nacional. Funerales del jolgorio. En el pantanal del golpismo, que daba los más altos réditos y las mejores cifras de rating, se enlodaron prestigiosas instituciones financieras españolas, empresarios de poderosas corporaciones, incluso filósofos, dramaturgos, académicos y arzobispos.
Nunca una Nación estuvo más abandonada a su suerte como la Venezuela democrática al final de sus días. Nunca más solitarios aquellos que tenían plena conciencia del horror que esperaba por nosotros. Bajo el aplauso de la economía y la cultura. Como lo narra Bertolt Brecht en uno de sus maravillosos poemas: aserrábamos felices y contentos la rama sobre la que nos encontrábamos. Abajo las fieras que esperaban su turno. La hiena de la tiranía, la peor de todas ellas, entre las fieras. Hoy nos desgobierna.
3.- La historia se escandalizará por el infamante y funambulesco “por ahora”. Pero recordará con grave solemnidad la templanza, la integridad y la grandeza ética y moral con que Marcel Granier supo enfrentar las hordas de la barbarie y negarse a cohabitar con la inmundicia gobernante. Es de imaginar la inmensa fortuna que el canalla habrá puesto sobre su escritorio, para silenciar su canal y enlodar su prestigio. No está hecho Marcel Granier de la carne de los ladrones y corruptos que hundían sus colmillos en la carroña de la descomposición nacional mientras se travestían domingo a domingo con las togas de la moralidad burguesa. Caricaturescos personajes que colman la tragicomedia nacional. Hijos y padres de ladrones.
Pertenece Marcel Granier al raro género de quienes se encaran todas las mañanas con la imagen que les devuelve el espejo. Es allí, en el primer atisbo de su propia responsabilidad moral, donde se deciden sus acciones. Más preocupado por el deber ser que por la supervivencia. Es el peso de la dignidad, esa levedad apenas perceptible en el tráfago de nuestra frágil existencia, la que termina por inclinar la balanza de sus decisiones.
Confieso haberme sentido conmovido por la integridad con que esperó la consumación de la barbarie durante esos meses de angustia y desolación que antecedieron al asalto de ese símbolo de la cultura nacional y popular que es Radio Caracas Televisión. Más que el futuro de esa empresa, que no es exclusivamente suya, le preocupaba cumplir con la inmensa y devota audiencia a la que se debe. Insistió en mantener la calidad de su programación bajo sus más altos estándares. Y por ello mismo se negó a convertir esa programación en un avatar de pugnacidad y desencuentro. El segundo de sus deberes fue el que mantuvo con sus anunciantes, fiel al compromiso empresarial que supone no olvidar jamás que la base y sustento de toda auténtica democracia es el derecho a la libre competencia, al mercado, a la propiedad. Y al cumplimiento irrestricto de las leyes y acuerdos entre los ciudadanos libres que lo componen.
Pues es en ese espacio intangible creado a través de cientos, de miles de años que se ha desarrollado nuestra cultura: en el intercambio de productores y consumidores. Hajek lo ha demostrado en La Fatal Arrogancia, una obra de tanta grandeza, que no cansa distinguirla y reconocerla: “las instituciones morales (y especialmente la propiedad, la libertad y la justicia) no son fruto de la razón sino de una a modo de segunda facultad a la que el hombre accede a través de la evolución cultural”. En esos meses terribles en que se esperaba el cumplimiento de una sentencia inexorable – injusta, brutal y bárbara – Marcel Granier no desfalleció un solo instante en cumplir esos preceptos.
Finalmente, cuando el 27 de mayo de hace pronto dos años, la barbarie imperante cumplió sus amenazas, asaltando y robando de manera gansteril y criminal sus derechos e instalaciones, tuvo el temple de elevarse por sobre la mediocridad dominante y denunciar ante el mundo la bajeza de la tiranía.
Recordaré este 27 de mayo un gesto que ennobleció a Venezuela. El gesto de Marcel Granier. Que Dios y la república se lo agradezcan.