En entredicho, la legitimidad de Chávez
En las dificultades es cuando se prueba el talante democrático de los gobernantes. El compromiso con la libertad y el respeto por los adversarios fluye cómodo – incluso en los autócratas más despiadados – cuando discurren ante auditorios abúlicos, adormecidos por el aire acondicionado. No ocurre lo mismo cuando a las poltronas palaciegas llega el calor de la rabia ciudadana incubada extra muros al sentirse burlada por el poder, amenazante de sus estabilidades, sobre todo las de quienes las ocupan minados por el espíritu de la hegemonía.
Nicolás Maduro, Vicepresidente, en ejercicio interino de la Presidencia, candidato a pesar de la prohibición constitucional que se lo impide, luego declarado Presidente electo y juramentado por los suyos, y el candidato de la “solución” y gobernador del Estado Miranda, Henrique Capriles Randonski, concluyeron su debate electoral en un empate técnico. Las elecciones celebradas el pasado 14 de abril muestran a Venezuela partida en dos mitades, casi exactas.
Capriles se enfrenta, aún, a la poderosa maquinaria estatal del chavismo. Soportó el uso ilimitado por Maduro del andamiaje de medios públicos a su servicio; el voto asistido o acompañado, bajo amenaza, de los votantes beneficiarios de las dádivas oficiales; la violencia armada contra sus testigos; la participación de los militares en tareas partidarias; el uso corrupto de los dineros de la industria petrolera para apuntalar la continuidad del gobierno ahora virtual – posible en el Siglo XXI, pero en un combinado de realismo mágico – del fallecido presidente electo Hugo Chávez, quien al paso y desde ultratumba habla y canta en la toma de posesión de su “designado”; por si fuese poco, la parcialidad militante del rectorado electoral. Se trata de máximas de la experiencia para los venezolanos.
Era previsible, pues, el reclamo, antes, durante y luego de los comicios, y el pedido de reconteo y autenticación de los votos sufragados por parte de Capriles. En ello conviene, de buenas a primera, presa de la euforia, el mismo Maduro – ¡ábranse todas las cajas! – antes de arrepentirse y demandar se le entregue, sin más, su credencial de mandatario electo. Era esperable, asimismo, que Tibisay Lucena, jefe del CNE, subalterna que ha sido del jefe de campaña de Maduro, Jorge Rodríguez, proveyese al efecto, sin retardo, y a la sazón descalificase al candidato opositor cerrándole las puertas a la transparencia electoral.
Desde el principio, el reconocimiento de Maduro por los aliados políticos o mercaderiles de Chávez en la región cabía descontarlo. Sus “observadores” – Chacho Álvarez a la cabeza – compartieron los actos proselitistas del chavismo mientras esperaban el dictado electoral, a fin de validarlo. La UNASUR pone las cosas sobre una balanza relativa. Reconoce al “designado”, recomienda el reconteo de los votos, pero se propone investigar las protestas de calle de la oposición omitiendo lo esencial para la democracia, luego sobrevenido.
Puesta en duda su legitimidad democrática, Maduro y los suyos, acalorados y nerviosos, desnudan sus comportamientos antidemocráticos, que apenas atenuaba el difunto, según lo confiesa el teniente Diosdado Cabello.
El ahora cabeza del Poder Ejecutivo anuncia la prohibición de las marchas opositoras, la imposición de la vía socialista marxista, y la cárcel para su adversario. El presidente de la Asamblea Nacional, Cabello, a la par y en comandita remueve de las presidencias de comisiones parlamentarias a los diputados de la oposición y les espeta que no tendrán derecho de palabra. Y la presidenta del Tribunal Supremo de Justicia, Luisa Estela Morales, abona a favor de la persecución de Capriles y desde ya le adelanta su sentencia. No habrá auditoría manual posterior de las papeletas que prueban el voto, por ser contrario a “su” Constitución.
Lo cierto es que no es posible garantizar la gobernabilidad sin moderación y sin disposición cierta al diálogo entre las dos “Venezuelas”, y eso han de apreciarlo la OEA y la UNASUR. No basta tenderle una mano a la oposición mostrándole con la otra la bandera cubana. Maduro es un “civil”, dentro de un régimen de neta factura militar. Menos podrá gobernar Maduro sobre la sangre que corre a diario por las calles de nuestra geografía y la amenaza cierta de una recesión profunda. No hay dineros para mantener llenas las despensas y lo que queda es cada vez menos accesible al bolsillo de los pobres.
Lo evidente es que los herederos y albaceas del Socialismo del siglo XXI, con sus desplantes, ponen en entredicho, antes bien, la legitimidad electoral del propio Chávez. La hacen sospechosa, una vez como se ha diluido el carisma y la capacidad para el tráfico de las ilusiones.