Opinión Nacional

En el centenario de Miguel Otero Silva

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1908 fue un año de zafra. Poco más de un siglo había transcurrido desde que la Venezuela de las postrimerías coloniales viera nacer a la más brillante de las generaciones de su historia. Aquella que centrada por el genio, la inteligencia, la audacia y el coraje del joven Bolívar se hiciera a una tarea verdaderamente titánica: desencajarnos de la monarquía y construir, prácticamente de la nada, la república liberal independiente. Aquella que acicateada por su voluntarismo y su vocación protagónica, decidiera la mayor de nuestras realizaciones. Librada a escala continental con tenacidad, heroísmo y sacrificios sin límites hasta ver realizado el sueño del nacimiento de nuestras repúblicas.

Es cierto: el culto a Bolívar erigido en religión de Estado, malversado hasta el escarnio por el caudillismo militarista que lo heredara, como entreviera premonitoriamente en carta dirigida al joven Antonio Leocadio Guzmán en 1827 – “con mi nombre se quiere hacer el bien y el mal, y muchos me invocan como el texto de sus disparates” – sirvió de argamasa para construir un contra sueño: la llamada república liberal autocrática. Considerada sobre el telón de fondo de la utopía libertaria republicana e independentista, una deformación maléfica. No habían pasado treinta años de su consumación y ya estaba esa frágil república incendiada por sus cuatro costados gracias a la espantosa Guerra Federal. Consumida por la confrontación. La nación convertida en un cuero seco, despoblada y empobrecida. Pasto de las peores ambiciones caudillescas y las más inútiles tiranías.

Puede que allí radique una de nuestras más insólitas paradojas: ¿cómo fue posible que la obra colectiva de una generación de grandes tribunos, extraordinarios intelectuales y sobresalientes guerreros – Bolívar, Sucre, Páez y Mariño, Andrés Bello, Vargas, Soublette entre tantos y tantos otros – pudiera desembocar a poco andar en una república esquilmada, maltrecha, incivilizada y bárbara, huérfana de toda grandeza y pasto de los peores desvaríos? Males todos que mordieran la carne de la república. Siempre acechantes. Incluso hasta el día de hoy. Un insondable misterio.

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1908 fue el año de la alborada. No es por casualidad ese el nombre que escogen Rómulo Gallegos y sus compañeros de letras y luchas para la revista de breve existencia fundada ese mismo año y en la que expresan sus premonitorias angustias políticas y existenciales. Apostando incluso a las esperanzas que abre un nuevo gobierno, como todos los nuevos gobiernos prometedor y generoso. Así muestre de allí a poco su verdadera naturaleza. Muchísimo más brutal, represora y despótica que la del gobierno de Cipriano Castro, cuyo poder usurpa.

Pero la otra gran paradoja es que el mismo año en que nace la más despótica de las tiranías de nuestra historia vienen a nacer en tres lugares distantes de la geografía nacional tres de los más grandes políticos e intelectuales venezolanos del siglo XX, llamados a contribuir al renacimiento de las esperanzas libertarias de nuestros fundadores: el 22 de febrero nace en Guatire Rómulo Betancourt; el 23 de marzo nace en Pampatar Jóvito Villalba y el 26 de Octubre lo hace en Barcelona Miguel Otero Silva. Constituyen el corazón de esa generación que irrumpirá en la historia en febrero de 1928, exactamente veinte años después, para iniciar una de las más espléndidas aventuras de la modernidad venezolana: la superación del caudillismo militarista y autocrático, así como la construcción de la Venezuela democrática, civilizada, pujante y culta. Estableciendo un puente de más de un siglo con las aspiraciones profundas de la generación independentista.

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Cada generación es una ola que trae consigo, en su variedad infinita, una nueva unidad moral o intelectual, compuesta de la fuerza inicial de la anterior y de su propia fuerza. Se diría una cadena de impulsos, eslabonados más o menos visiblemente, más o menos manifiestamente, más o menos vigorosamente, pero siempre eslabonados, como que aquí, como en todas partes, la naturaleza no procede por saltos.” Lo escribe en suerte de auto reflexión uno de los miembros de la generación del 28, Joaquín Gabaldón Márquez, quien nace en Boconó en 1906. Y esa ola impetuosa de la que él mismo forma parte se alimenta de seres desconocidos y desconectados que confluyen dos décadas después en un solo haz de luz y energía vital, de inteligencia y vocación patriótica: Raúl Leoni ha nacido en El Manteco e Isaac Pardo en Caracas, ambos en 1905. Gonzalo Barrios lo hace en Acarigua en 1903 y Mariano Picón Salas en Mérida, en 1901. Es tan contradictoria esa realidad multiforme y variada, apenas tangible de no mediar una acción unificadora, que otro de los notables venezolanos que nacen entre esas redes del tiempo, el 16 de mayo de 1906, Arturo Uslar Pietri, rechaza la idea misma de generación y se niega a darle todo reconocimiento a la del 28 a la que considera una fabulación manipulada con fines políticos inconfesables por su más prominente artífice y en su momento enemigo aborrecible, Rómulo Betancourt.

Con lo cual señala a su pesar una verdad incontrovertible: para ser miembro de una generación no basta con el capricho del tiempo: hace falta identidad espiritual, vocación y compromiso apostólicos. Él, que quiso situarse en un aparte, fue la contrafigura, el outsider. Por una razón más que evidente: quien le dio cuerpo, espíritu y musculatura al grupo de hombres nacidos alrededor de 1908 – digamos al arbitrio: entre 1900 y 1913 – fue el guatireño Rómulo Betancourt. Acompañado en su más estrecha cercanía por dos seres particularmente brillantes y talentosos, a los que reivindica como parte determinante de su generación y a los que reconoce carácter ejemplarizante y arquetípico: Jóvito Villalba y Miguel Otero Silva. Del primero, preso cuando él ya se encuentra en el exilio, traza el más entusiasta y decoroso perfil. Es un ejemplo moral de la juventud que simboliza. El segundo le acompaña en sus primeros tiempos de destierro y le sirve de compañero de tareas, para escribir al alimón su primera gran manifestación intelectual: En las huellas de la pezuña. Ambos vinculados por una idea fuerza, rectora y jamás abandonada: democratizar al país. Si fuere necesario, mediante una ruptura violenta. Incluso el recurso de las armas.

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No es fácil reunir tanto talento y represarlo en los estrechos límites de un país invertebrado, desencajado y cerril. El primer tamiz fue impuesto por la dictadura. Los “más peligrosos” fueron engrillados y enviados al presidio de Palenque. Los otros ya estaban realizando trabajos forzados en Araira, pagando con el sudor de sus lomos la osadía de inmiscuirse en política. Otro grupo fue a dar al castillo de Puerto Cabello. Otros terminan en el exilio, por los caminos del Caribe, México, Colombia, España y Francia. Entre ellos Rómulo y Miguel Otero Silva, que se reúnen en Santo Domingo. Es la escuela del apostolado que a la muerte de Gómez, en 1935, iniciará el más apasionante de los procesos históricos conocidos desde 1810: la construcción de la democracia venezolana. El segundo gran hito de nuestra historia. Con un anhelo y una esperanza: echar los cimientos de la modernidad.

En la huella de la pezuña” es el título sarcástico y provocativo escogido por los jóvenes Betancourt Bello y Otero Silva para relatar los pormenores, antecedentes y propósitos del levantamiento generacional del 28 contra la dictadura de Gómez y su lamentable e insufrible estado de cosas. Pero tras la mascarada bufa del título se perfila un pensamiento político, social, económico de muy alta factura. Asombroso para la juventud de sus progenitores. Escrito por dos muchachos que apenas se empinan a la adultez legal, resuma en sus páginas una insólita madurez. Han pasado apenas algunos meses desde la bufonada carnavalesca de febrero. Pero bajo la contracción del tiempo que manifiesta, brota, irrumpe, emerge la vocación mesiánica: “la contracción del tiempo, el remanente, es la situación mesiánica por excelencia, el único tiempo real”. Ha transcurrido un siglo desde la fundación de la república y de pronto el tiempo se contrae en un minúsculo punto germinal hasta permitir la maduración de una generación largamente esperada por el futuro: como diría Pablo el apóstol y nos lo recordara recientemente en un extraordinario ensayo el pensador italiano Giorgio Agamben: se asoma “el tiempo que resta”.

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Una generación es una determinada concepción de la historia y del tiempo, así como la misión de futuro que ha escogido como la suya propia. Una generación, por sobre todas las cosas, cristaliza en un sentimiento colectivo, en una vocación, un llamado, un propósito trascendente. Es el futuro que atisba, inquiere, encuentra, se expresa y actúa por boca de sus voceros, que lo anticipan. En todos esos sentidos, la del 28 magníficamente representada por Otero Silva y Rómulo Betancourt, es la generación matriz sobre la que descansaría todo el andamiaje de medio siglo democrático – la única etapa democrática de nuestra atribulada historia – que irrumpe violentamente el 18 de Octubre de 1945, retrocede adolescente aún como en una pleamar en 1948, termina por irrumpir en 1958 y hoy naufraga atrapada entre los cascos de las viejas cabalgaduras de nuestro caudillismo irredento.

A la obra común emprendida con una vocación irrenunciable e intransferible por ambos luchadores sociales sucede el posesionamiento de sus respectivos espacios. La vocación de Rómulo será hasta su muerte la política y la acción en estado puros. Y la conducción apostólica de la generación del 28. Con un solo objetivo: obtener el Poder para construir la nación moderna y democrática que devendrá en la Venezuela producto de su obra. A ella estará subordinada su ingente y polifacética producción intelectual, una de las más prolíficas de la historia venezolana. En cuanto a Miguel Otero Silva pretende semejantes, si no idénticos propósitos políticos por otros derroteros: la literatura y el periodismo. Si aquel hace de Acción Democrática la herramienta de su acción práctica, Otero Silva hace de El Nacional el medio de influir y determinar sobre el curso de la Venezuela democrática. Y de la literatura su exclusivo campo de competencia. Escribiendo espléndidas novelas, incursionando en un periodismo de altura, entregándose al desaforado amor de la poesía, la amistad y el genio. No es posible imaginarse el siglo XX, la democracia venezolana y nuestra propia modernidad sin la presencia rectora de Acción Democrática en la política y sin El Nacional en la conformación de la conciencia nacional. Otra sería Venezuela sin esos demiurgos. Nuestra quebrantada democracia aún reposa sobre sus resquebrajados hombros.

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A la plena coincidencia inicial sucedieron las diferencias tácticas. Apegado a las determinaciones sociales de la Venezuela caudillesca, rural, recién empujada a la modernidad gracias a la súbita eclosión del petróleo, Betancourt desarrollará una inédita concepción político-social, táctica y estratégicamente condicionada por los datos de su realidad inmediata. Será el creador de una muy peculiar ideología venezolana: el acción-democratismo. Si se prefiere: el pensamiento social-demócrata y reformista adecuado a las singularidades de nuestra sociedad. De acuerdo al aprismo, por cierto, que ejercería un poderoso influjo sobre su concepción política. Del marxismo al que se ha plegado en sus primeros orígenes conservará los instrumentos teóricos que le permitirán una visión científica de su sociedad El materialismo histórico y el materialismo dialéctico serán sus instrumentos analíticos por excelencia. Sin ellos no hubiera sido posible la escritura de Venezuela, política y petróleo, una de las obras cumbres del pensamiento político, económico y sociológico venezolanos.

En ello hay coincidencia entre Betancourt y Otero Silva, como se plasma En la huella de la pezuña. Pero muy pronto los senderos se bifurcan: Otero Silva se pliega a la ideología y la praxis del comunismo internacional manteniendo su militancia bajo las banderas del comunismo y del KOMINTERN. Atraido por personalidad y temperamento a las grandes corrientes universales del pensamiento, la cultura y la política. Como muchos otros grandes escritores latinoamericanos, entre los cuales Pablo Neruda, su entrañable amigo. Precisamente la ideología y la política que Betancourt, por temperamento y vocación raigal, rechaza visceral, frontalmente y hasta su muerte a partir de su ruptura con el comunismo luego de su pasantía por el Partido Comunista de Costa Rica, a comienzos de los 30. Como se manifiesta ya plena y abiertamente en el Plan de Barranquilla de marzo de 1931, propuesto por el grupo dirigido por Betancourt y rechazado por reformista y minimalista por Otero Silva, tal cual consta del epistolario intercambiado entre ambos líderes. La historia se encargaría de demostrar quién de los dos tenía la razón, aun confluyendo ambos – sin mezquindades ni egoísmos – en el esfuerzo común liderado más por Rómulo que por Otero Silva. Cuya actividad política, como parlamentario y hombre público, caminaría siempre a la sombra de su vida literaria e intelectual.

A partir de entonces ambas visiones marcharían en sentidos contrapuestos. Más allá de un entendimiento ocasional, los mundos ideológicos y las vivencias prácticas de ambas personalidades se ubicarían en las antípodas. Aún y cuando siempre dentro de un acuerdo existencial inquebrantable: la defensa de la democracia popular en el ámbito político y el respeto mutuo y una no secreta admiración recíproca en el ámbito íntimo y personal. Ambos mundos yacen hoy esparcidos entre las ruinas de un proyecto interrumpido violenta, irresponsablemente por quienes asumieron su herencia política. Acción Democrática duerme el sueño de los justos en espera de su necesario rejuvenecimiento, casi diríamos de su impostergable renacimiento. El comunismo venezolano, incapaz de encontrar un espacio de autonomía espiritual bajo el sol del caudillismo decimonónico, vegeta luego de sobrevivir a todos los intentos por un necesario aggiornamento. Yace escarnecido como un invitado indiscreto a la sombra del descangayado samán de Güere.

El centenario de sus nacimientos espera por la honra de una justa y necesaria herencia. Dios quiera haberla encontrado en la generación del 2007. Tan joven, impetuosa y vital como la del 28. Finalmente y medido en tiempos históricos ochenta años no es nada.

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