Elecciones pseudocompetitivas
Las presidenciales de 1998, fueron las últimas elecciones realmente competitivas de la república, tanto que las ganó quien no creía en ellas y alistaba sus energías para provocar algo más que una escaramuza cuartelaria. El libre ejercicio del sufragio, una mayor seguridad jurídica y la posibilidad cierta de un triunfo de la oposición por desleal que fuese, definieron un acontecimiento de una magnitud política equivalente a la comicial. Después, paradójicamente, el régimen triunfante se explicó a través de una serie consecutiva de consultas fuertemente condicionadas, crecientemente inauditables y –plebiscitarias- orientadas a la búsqueda de un respaldo inequívoco y contundente al jefe del Estado, quien no ha sabido de un efectivo control de los recursos empleados en sus variadas e inéditas campañas.
Las citas electorales apuntaron a un diferente relacionamiento político e institucional, impidiendo cualquier cuestionamiento a su legitimidad, ya que lo importante fue y es la suficiencia acumulación y demostración de fuerzas para aplacar o liquidar la disidencia, manipulado el propio Estado de Derecho. Ensayo general, el revocatorio del mandato presidencial marcó la definitiva utilidad y consagración de prácticas como la caprichosa administración de los lapsos y requisitos constitucionales y legales; el sistemático terrorismo de baja intensidad contra los electores, presionados y amedrentados; el calculado congestionamiento de los centros y mesas de votación; la amenaza a la estabilidad laboral en la administración pública y en las empresas que contratan con el gobierno; la negación de servicios y expedición de documentos públicos; y, sin precedentes, el acopio prácticamente policial de una data de múltiples usos, configurando lo que Alain Rouquié llamó las “elecciones socialmente controladas”.
Los comicios falsamente competitivos pueden sintetizarse en una fórmula: escrutinio sin elección, conocidos de antemano los resultados gracias al cómputo sofisticadamente fraudulento de la voluntad del elector. Vale decir, importa el voto y únicamente el voto, escrutado arbitrariamente, para mejorar la fachada democrática de una experiencia que, por una parte, cuando se vea severamente amenazada prescindirá de cualquier consulta en nombre de la “democracia directa participativa de masas”, como denominó un rector universitario cubano el modelo implantado en la isla a partir de 1958; y, por otra, disponiendo de las expresiones ornamentales de la oposición que directamente convalidan los actos o, retirándose muy temprano para esconder sus flaquezas, indirectamente le prestan un servicio adicional a una legitimidad no amenazada.
La oposición responsable ha de forzar unas elecciones realmente competitivas en la medida que sea aceptada la depuración del REP, la contabilidad manual de los votos, el nombramiento de operadores imparciales y probos para las máquinas de votación y “cazahuellas”, así como el de los coordinadores de los centros de votación, amén de las restantes garantías de las que gozó, antes que lo fuera, el oficialismo actual. Una diaria batalla que podría apuntar a una crisis de legitimidad, todavía latente, si oportunamente (y sólo oportunamente, tratándose de un asunto político y estratégico) solicita en conjunto la suspensión de los comicios o se retira, sabiendo qué hacer en el futuro inmediato.
II. La gente se defiende sola
Es la regla, los ciudadanos tendemos a sobrevivir en las calles sin ayuda alguna del Estado. Algún malentendido o tropiezo callejero, por no decir del robo a mano armada, secuestro o cualesquiera otras de las expresiones costumbristas de la urbe, jamás saben de un agente policial cercano o de alguna autoridad pública dispuesta a cooperar, pues, la gente se defiende sola frente a los delincuentes y a la policía misma.
La matanza de los estudiantes universitarios a manos de los funcionarios de la DIM y del CICPC, constituye una grosera bofetada a la Constitución que el mismo régimen se dio. Además, nos permite comprobar que no ha habido revolución en Venezuela, perfeccionándose el Estado y quienes lo monopolizan en las artes de la violencia, prioridad registrada en todos los discursos presidenciales, sean o no solemnes, en el franco deseo y saludo de una guerra.
El gobierno reaccionó, es cierto, ante el triple magnicidio, pero –como siempre- confuso y desentendido de la hondura de un drama que aqueja a los que no cuentan con guardaespaldas ni sendos dispositivos portátiles de seguridad, precisamente, a cuenta del Estado. Su única preocupación es de orden político y plena las calles de agentes uniformados y hasta desuniformados para supervisar los movimientos y las ideas de adversarios, aún los más modestos, tenidos como monumentales enemigos del desorden establecido.
Por lo pronto, observemos que seis años y medio de gobierno han sido suficientes para sanear los cuerpos policiales y para-policiales, con una circunstancia agravante: la dirección de la DISIP dependió de Hugo Chávez aún antes de que asumiera la presidencia en febrero de 1999, una rara concesión institucional que él mismo no estaría dispuesto a imitar. Luego, al cambiar sucesivamente de jefatura y provocar un desplazamiento continuo del funcionariato, ha agudizado el macabro perfil de la agencia: “Boyaco” simboliza en demasía al cuerpo que, hoy más que nunca, exhibe su vanidad por calles y avenidas, con un armamento que –de no ser por la mirada suelta e intimidante de los “armamentados”- pasaría por una humorada cinematográfica.
En el contexto de las rápidas manipulaciones políticas, el ministro Chacón se vale de la ocasión para proclamar la necesidad de una ley de policía nacional, más que una ley nacional de policía. Y es que lo importante está en aprovechar cualquier rendija para fundar, establecer o consagrar el control deseado desde hace muchos años atrás sobre la propia sociedad: los exterminios del Guárico o Portuguesa no lo interpelan, sino sirve de justificación a la pretensión de montar un superorganismo nacional para el cual, ni siquiera, muestran alguna aptitud y el crimen de los muchachos en Caracas tristemente lo demuestra.
La gente trata de defenderse sola, en medio de un desgobierno dispuesto a perseguirla si hay alguna queja. Y para ello, el oportunismo reformista de una materia tan delicada como la penal.
III. Necesaria definición
De mil izquierdas y mil derechas pudiera hablarse, pero lo cierto es que no hay en el gobierno y en la oposición expresiones que cabal e incuestionablemente las encarnen, excepto que se diga de los “tupamaros” o de Peña Esclusa como radicales manifestaciones de una violencia inútil. Y es que sobrevivimos a un gobierno que se dice portador de un proyecto que cuida de no definir, ya herido por las consignas continuas de una dirección política que se las ingenia para mercadearse como revolucionaria.
El sexenio puede caracterizarse por lo que ha hecho o deshecho, al ritmo de una improvisación constante. Insistimos, ha confiscado un lenguaje que pretende reputarlo o, mejor, un imaginario que le ha servido de combustible ante sus propias flaquezas o debilidades,
Lo importante es consignar que el gobierno no ha hecho lo que prometió estelarmente por 1998, cuando los venezolanos le dieron su oportunidad inicial. Una revisión de la campaña presidencial de entonces, nos permitirá calibrar con exactitud que problemas agigantados por el verbo candidatural siguen en pie, quizás aventajados por el discurso de confusión permanente del oficialismo; a guisa de ejemplo, cuando se dijo de prácticamente veinticuatro horas para liquidar la materia, la pobreza ascendiendo tanto como la corrupción administrativa.
Cada venezolano hará el inventario de todos los padecimientos colectivos, partiendo de su propia situación. El deterioro de la calidad de vida cuando 330 mil millones de dólares han reventado las arcas públicas en más de un quinquenio, luce como un elocuente indicador.
José Ortega y Gasset tenía sobrada razón: “Para definir una época no basta con saber lo que en ella se ha hecho; es menester además que sepamos lo que no se ha hecho” (“Obras completas”, Revista de Occidente, Madrid, 1947, tomo III, p. 207). Entonces, ¿cómo definir la era que arrancó por 1999?.