El último hombre
La muerte de Gonzalo Barrios en 1993 develó algo desalentador. Sin él, un contracaudillo desde la médula que se burlaba de sí mismo y de todo, nuestro sistema político era un adolescente desmañado sin destreza para sobrevivir. No fue capaz de mantener la democracia heredada.
La crisis política había comenzado el fatídico 27-28 de febrero de 1989, día que Barrios hizo la única intervención adulta en un Parlamento hundido en la demencia y la puerilidad. Y con la guerra de (ex) presidentes entre Pérez, Lusinchi, Caldera y Luis Herrera. El «país político» se alocó como los escolares cuando el maestro sale del aula. Es el Nirvana de los denunciantes irresponsables, nacidos de la memez y el arribismo, atolondrados que atolondran a los mismos partidos del sistema. No importaba que las denuncias fueran falsas: era «palo para la piñata». Luego, el 4 de febrero de 1992.
En 1993 era la primera vez que la democracia enfrentaba una crisis política sin Barrios. Y conocimos los resultados. La serpiente de la desestabilización hipnotizó, trituró y se tragó los venados. A diferencia de Colombia, Chile, Perú o Brasil, sabotearon el profundo cambio que avanzaba con la descentralización y las reformas económicas, del Estado y del régimen municipal. Prevaleció el desconocimiento de lo que pasaba en el mundo, pero sobre todo el odio. Con Barrios en el puente, difícilmente se hubiera realizado el acto de dadaísmo de destituir a Pérez con fraudes de la Corte Suprema y del Congreso, que autoaniquilaron las instituciones.
Orgullosos de su hazaña del día anterior al destituir al Presidente, los parlamentarios descendían de los automóviles para la sesión y pensaban que la turbita fuera del Capitolio estaba allí para aplaudirlos. Los rostros se demudaron al descubrir que les gritaban «¡políticos corruptos!»… «¡Chávez tenía razón!». Nada de reconocimientos al acto heroico. Habían cebado los leones y no se detendrían ya ¡Cuántas «carreras políticas» abortadas por los mismos carreristas! Imitando a Iván Denisovich, demolieron y construyeron afanosos, eufóricos, el edificio donde los sepultarían en vida.
El sistema democrático no tuvo quien los defendiera de la impericia. Primero fue el final predecible y catastrófico del anacronismo ensayado del 93 al 98. Seguiría la entronización autoritaria del mismo bloque político, pero ahora dirigido por los golpistas (98-13?). De haber estado Barrios en escena, aquel espíritu volteriano cuya contundencia jurídica y política desinflaba las pulsiones de histeria… ¿habría cuajado la alianza entre «honestos» de izquierda y de derecha, intelectuales, plumíferos, editores y empresarios, para destruirlo todo? ¿Se habría lanzado la candidatura de Luis Alfaro Ucero? ¿Hubiera Caldera perpetrado el sobreseimiento? ¿Habría la Corte declarado sin lugar el recurso de inhabilitación solicitado contra el golpista… y autorizado más tarde la «constituyente» que liquidaba el orden constitucional?
En veinte años hemos vivido una encarnizada renovación del mundo político, económico, cultural y la reconstrucción de las fuerzas democráticas en medio del combate. La etapa oligofrénica de «salidas rápidas» (liderazgos antipartido, «megaplasta», huelga petrolera, 12 de abril, plaza Altamira) terminó operáticamente con el retiro de las candidaturas parlamentarias en 2005. En 2006 comienza la reconstrucción cuando Manuel Rosales conquista la candidatura unitaria y con extraordinario coraje desafía las amenazas de violencia y entra en los barrios de Caracas, Valencia, Maracay, Guayana, coto cerrado del chavismo. Gracias a su esfuerzo y valor, y a sus pares líderes de partidos, en esa campaña nacen y renacen las tres principales organizaciones: AD, PJ y UNT, más Copei, Podemos y otros que mantienen viva la lucha.
El único desafío al autoritarismo son los partidos políticos. Algunos factores apuestan a mantener el odio contra ellos e impedir su arraigo popular y otros se hacen eco de buena fe, pero equivocados de campañas para desprestigiar a Henry Ramos, Julio Borges, Manuel Rosales, Ismael García y varios otros, por no nombrar los precandidatos presidenciales.
Barrios encarnaba el sentido común, la audacia racional en el poder, que ayudaba a fluir normalmente la vida democrática. Gracias a eso, se evadían los peligros y se asumían con prudencia los retos. Su sagaci- dad impedía que los odios del pasado y el presente se unieran y se hicieran patógenos. Inteligencia, solidez y moderación. Necesitamos, glosando a Gramsci, un Gonzalo Barrios colec- tivo.