El Último Dictador
La gente se hartó del déspota. Decidieron atrincherarse en sus respectivas calles y la geografía urbana adquirió la apariencia de un gran hormiguero. Largas filas emergieron calle abajo hacia las autopistas que se fueron colmando de millares y millares de ciudadanos en ruidosa marabunta tocando cacerolas y enarbolando banderas. Las estaciones de televisión y las emisoras de radio de mayor sintonía habían sido silenciadas por el gobierno y fueron confiscados los receptores de radio y televisión bajo el nuevo estatuto que los declaró instrumentos subversivos. La tecnología del manual de Pedro Carreño eliminó la transmisión de imágenes de satélite en todo el territorio y convirtió a la televisión y la radio oficiales en mensajeros de las órdenes del déspota quien, micrófono en mano, impartía instrucciones directamente a las instituciones bajo su comando : cuarteles militares, fiscalía general del ejecutivo, defensoría del gobierno y el supremo tribunal de justicia revolucionaria. Su último anuncio, captado por un comando democrático clandestino, fue para informar a sus huestes represoras el agotamiento del stock de bombas lacrimógenas y su requerimiento urgente de enviar contingentes a Valencia para ser entrenados en la emisión de eructos con el método acostacarlesiano. Previsivo, ordenó que las existencias de caraotas y quinchonchos mercalianas se asignaran al comando aquicucho para reforzar la acción represiva con otras emisiones.
Los rumores se esparcían a la velocidad de las marchas. Los vecinos de Catia y Petare recibían noticias de Altamira o Prados del Este, y viceversa, transmitidos por la cadena humana que se alargaba como cable transmisor a lo largo de autopistas, calles y callejones de barrios. Circulaban mensajes de la huida de ministros disfrazados de buhoneros y en particular cobró certeza la especie de que el canciller , con un disfraz de chichero, se había fugado por La Carlota con el carrito lleno de dólares líquidos ante las narices de 127.432 manifestantes que rodeaban la instalación militar. La fuga de este funcionario resultó un verdadero misterio por cuanto desde hacía dos días todos los aviones de esa base habían salido sobrecargados de funcionarios y militares con rumbo a Guyana y Cuba. Se supo que el vice-sátrapa tuvo que asilarse en Bolivia pues el gobierno chileno le prometió pasaporte para cuando su jefe se presentara en traje de baño a disfrutar de las playas de Arica. Y empezó a correr el gran rumor.
El sátrapa no encontraba como llamar al arzobispado. Todos los curas y obispos habían colgado la sotana y estaban en la calle manifestando.
El anunciador oficial de renuncias y el alto mando militar dejaron el pelero en el ultimo avión que pudo despegar rumbo a Georgetown. No había cardenal para confesarse y hasta el capellán del ejercito estaba detenido en El Rodeo. La embajada de Cuba había cerrado y el embajador, los médicos-policías, y los entrenadores de terroristas se habían ido de cola en el ultimo tanquero de PDV-Marina que salio del terminal de Guaraguao. El decano del cuerpo diplomático se había marchado al Vaticano emberracado y ofendido por las insólitas alusiones al papa y temiendo que el sátrapa ocupara el lugar de Cristo en los altares de los templos venezolanos. Con el litio en su limite inferior, el sátrapa llamó desesperadamente a Villegas-TV ordenándole: ¡¡..Consíganme a Baltasar Porras, carajo..!!.
No estaba Porras. Con la misma certeza con la que en otros tiempos evocó socarronamente a Walt Witman , tuvo muchas cagantes certezas : Rosendo.
no estaba; Fuerte Tiuna estaba ocupado por comacates y cercado por 235.284 vecinos del oeste que ahora gritaban a todo pulmón: ¡¡..Revocatorio, Carajo..!! ; Aristóbulo se fue a cantar a dúo con Mugabe en Zimbabwe ; Carrasquero andaba negociando con Enrique Mendoza; y la peor de las certezas, la fuerza armada ya no tenia generales. El litio le siguió bajando. Al carajo Walt Witman y Simón Rodríguez. Tuvo un ataque epiléptico mayor que la cagazon que le sobrevino a Carrasquero con las planillas confirmadas por Súmate.
Allí lo encontraron sentado en la silla presidencial con los ojos desorbitados y la certeza de que el era el General Morillo, repitiendo y repitiendo a los que intentaban ponerle la camisa de fuerza : “ He recibido instrucciones de Aznar de negociar con el General Bolívar. Llámenme a Eduardo y a Teodoro para que le avisen”