Opinión Nacional

El temor y la solidaridad

Aunque sorprenda, el temor es el aliado principal de la solidaridad social: cerramos filas ante el temor a un enemigo común; el miedo a la destrucción atómica ha hecho más por la paz que el amor a la potencia rival. Aprendimos en el catecismo la importancia del temor al infierno para hacer el bien: si fallare el amor de Dios, nos ayude el temor al infierno… Es la condición humana. Entre Francia y Alemania hay medio siglo de paz y amor, porque tres guerras y millones de muertos los convencieron de que es mejor entenderse que matarse.

No es toda la verdad, pero sí parte de ella, lo que dice Hobbes sobre el Estado moderno: «El temor a la muerte inclina a los hombres hacia la paz», y «el motivo final para organizarse en sociedad es la preservación de la propia vida».

Los sentimientos positivos de solidaridad son una importante realidad humana, pero paradójicamente el temor es su gran aliado: el temor al que nos amenaza y también el temor de perder a quien queremos. Los capitalistas en la Europa de 1860 consideraban desastroso e inaceptable lo que 100 años después sus nietos aceptarían como positivo: jornada laboral de 8 horas en lugar de 15 horas, con sindicatos y leyes que regulan el trabajo y consagran el derecho laboral con seguro social, vacaciones, estabilidad y bienestar para los trabajadores.

Así se evita la guerra social y se vive en paz, con instituciones, seguridad y cierta armonía, incluso con quienes no son amados; descubrieron que pagar cuantiosos impuestos para que todos tengan servicios públicos de salud, educación seguridad, infraestructura… es mejor y más barato que la guerra. Tal vez a Marx le cegó la creencia en leyes económicas estrictas y determinantes de la conducta humana, y pensó que la burguesía iba sin remedio hacia el suicidio en una sociedad donde los proletarios no tendrían nada que perder sino sus cadenas.

La verdad es que el temor común (además del amor) une a los sectores sociales enfrentados, a las parejas y a las familias.

Quienes se quieren evitan, por miedo, lo que lleva a perder al otro. El egoísmo bien informado y con visión de futuro cultiva la solidaridad que beneficia a unos y a otros.

Venezuela tiene temores que ayudan (temor a la guerra civil, al desempleo, a la violencia, al modelo cubano…), pero no teme suficientemente quedarse sin buenos profesionales, buenos médicos y educadores, buenos trabajadores, buenos empresarios y buenas instituciones. Si los necesitamos, hay que cultivarlos. El delantero teme que falle el portero y con esto pierdan el partido, y viceversa. Hoy en Venezuela parecemos un equipo sin estos temores-amores.

Aunque sea por temor, la parte acomodada de la sociedad venezolana debe querer el pleno empleo, bienestar, calidad de educación y de vida de los más pobres, y viceversa. Es ridícula y trágica aquella prédica de las altas esferas «revolucionarias» de que les irá bien a los pobres si les va mal a los empresarios y profesionales, y viceversa. Si queremos un futuro bueno para «nosotros» debemos quererlo para «nos-otros».

Solidaridad por amor y por temor. Deseamos bienes que ningún «yo» puede conseguir sino sólo «nosotros».

También esto es cierto para la convivencia entre naciones, para el cuido del hábitat y para la colaboración internacional. Todavía el miedo lleva a la humanidad al absurdo de gastar muchos miles de millones en armas que nunca se van a utilizar, pero el miedo más inteligente puede llevar al desarme: algún día el miedo y el amor se darán la mano con la inteligencia para destinar a escuelas y centros de salud el presupuesto de tanques y bombas.

La razón instrumental humana es muy prodigiosa, pero marcha ciega hacia la autodestrucción si el temor y el amor no se dan la mano para llevarla hacia el bien común de todos. Por las malas no hay Venezuela vivible ni desarrollo humano posible. El instinto de conservación nos hace ver que si no hay vida digna para los otros, tampoco la habrá para mí.

La ética que busca el bien del otro es rentable y produce ganancias, aunque a la corta parezca carga pesada, mientras que la tan celebrada «viveza» cortoplacista es suicida a mediano plazo. Lo que queremos y necesitamos no hay que quitarlo a los que ya lo tienen, sino producirlo en alianza entre ambos.

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